Noventa años después

Manuel Azaña, pronunciando un discurso en 1935. AGA

El 14 de abril de este año se habrán cumplido 90 años desde que se proclamó la Segunda República en España. Advino por algo parecido a un fenómeno de autocombustión de la Monarquía cuyo vacío vino a llenar el nuevo régimen, pero al margen de todo proceso de democrático.

Pese a la complejidad de este período histórico, el rastro vital y político de su mayor exponente, Manuel Azaña Díaz, nos ayuda a encontrar muchas respuestas.

Azaña ha concitado, por motivos contrapuestos, la fascinación de la izquierda y la derecha en los últimos 45 años. Una fascinación que resulta incompatible, e incomprensible, con la realidad de su ejecutoria como factótum político de la época.

Nombrado ministro de la Guerra en el Gobierno Provisional, no tardó en evidenciar su jacobinismo extremo. Primero impidiendo atajar de inicio la quema de conventos en mayo de 1931 y después provocando la crisis del Gobierno a cuenta de la cuestión religiosa en la nueva Constitución. El discurso en el que proclamó que España había dejado de ser católica es un monumento a la mendacidad por cuanto lo que decía ser un problema individual, lo situaba a la vez como una cuestión de salud pública y para ello vedaba a las órdenes religiosas y sus miembros, derechos que se permitían al resto de los ciudadanos.

Fue el hombre casi proverbial del sistema tras la aprobarse la Constitución y eje de todas las combinaciones gubernamentales hasta el verano de 1933 en que diversos acontecimientos contribuyeron al declive de su prestigio. Las elecciones celebradas en ese año dieron un triunfo rotundo al centro-derecha y es desde aquel momento cuando el peor Azaña, no el de sus escritos o algunas de sus frases más célebres y celebradas, comienza a aparecer.

Lo primero que hace es visitar a Alcalá-Zamora para pedirle que disuelva la Cámara (aún sin constituir), recordando Don Niceto en sus memorias, tanto las reconstruidas como las recuperadas, la enormidad legal que tal proposición significaba y a la que se negó tajantemente pese a la nula simpatía que profesaba a los ganadores.

A partir de entonces Azaña expresa con toda rotundidad su idea de que sólo determinados partidos, el suyo y los que le apoyan naturalmente, están legitimados para dirigir la República. De la exteriorización de esa idea a la sublevación de las izquierdas y el independentismo catalán en 1934 no pasó mucho tiempo y la excusa fue que el principal partido de la Cámara, la CEDA, entraba en el gobierno con tres ministros.

Fracasada la revuelta, la consecuencia que extrajo no fue buscar el camino de concordia nacional sino unir en una gran coalición electoral un frente cuyo aglutinante esencial fue precisamente la defensa de legitimidad moral de la revolución armada frente al mismo régimen que decían preservar de sus enemigos, siendo éstos paradójicamente quienes a la postre defendieron la legalidad republicana.

La polémica victoria del Frente Popular, que representaba en todo caso una nación partida en dos, no animó a Azaña a emprender la senda de la moderación. Quedando en tal situación como referente de orden para las derechas su reacción fue burlarse de quienes esperaban que fuera último bastión en defensa del orden legal. Sin embargo, lo que vino fue la convalidación ex post facto de la vía de hechos consumados adoptada por sindicatos y partidos de izquierda. Nombrar como presidente del Consejo a alguien tan imprudente como Casares Quiroga empeoró aún más las cosas.

Azaña permitió y alentó hasta el punto de ser él mismo beneficiario, la destitución inconstitucional de la Presidencia de la República a Alcalá-Zamora, mediante la cínica declaración parlamentaria de considerar innecesaria la disolución de las Cortes de 1933 pese a que ello lo había llevado de nuevo al Gobierno. Los meses que mediaron entre febrero a julio de 1936 fueron de una gran violencia y agitación, culminando con el asesinato del líder derechista Calvo Sotelo, secuestrado en su domicilio por elementos de la escolta personal de Indalecio Prieto y agentes de la Guardia de Asalto dependiente del Gobierno.

Su inconcebible pasividad ante la tremenda gravedad de este hecho no podía excusarse por asimilación con los actos terroristas que involucraban en aquellos días a extremistas de ambos bandos, porque el crimen se había perpetrado con el concurso decisivo de fuerzas policiales. El conflicto armado encontraba su detonante.

El estallido de la guerra trajo el inmediato desplome de todo atisbo de la legalidad republicana en el territorio bajo control del Gobierno, lo que demuestra que ya era mera apariencia desde antes del 18 de julio. Azaña poco o nada hizo por detener los desmanes que bajo su magistratura acontecieron entonces. Y así siguió hasta el fin de la desastrosa Guerra Civil, su salida por la frontera de Francia y muerte en 1940.

No, Azaña no puede ser absuelto, tan solo indultado como expresión de la concordia pactada entre los españoles al aprobar la Constitución de 1978.