La estatua española

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Hay poemas que, expresados en su contexto, ayudan a la comprensión. Otros, no. Son autosuficientes. La poesía digital acompañada de música, fotos y videos cautiva a más gente que un libro. Sin embargo, este posee la fuerza del papel que, aún ajado, grita desde las profundidades del tiempo con inusitada autoridad. ¿Alguien puede imaginar al BIS (Bank for International Settlements), el gran amo del dinero, digitalizando todas las bibliotecas del mundo para luego quemarlas?

La letra no se perdería, el mensaje sería el mismo, pero la desaparición de su clásico soporte sería insoportable. Nunca mejor dicho. No hay formas ni formatos separados de las ideas que sustentan. El poema, si en los árboles creciera, no sería la flor ni la rama, sino la consecuencia, el rumor del bosque tallado en la idea.

El poema que aquí presento, se inscribe entre los autosuficientes. La estatua española es tan explícita como la foto que la acompaña obtenida en una plazuela de Plasencia. Ignoro qué motivó al escultor. Pero no importa. Con el soporte de EL ESPAÑOL ha de cumplir un hermoso destino por humilde que parezca. Y el libro, ¡ay el libro!, antes pedestal de mis cantos, pupila manual del ensueño, se ha transformado en un lejano horizonte de ave crepuscular. No por falta de editoriales, sino de editores sin subvención. Por falta de libertad.

Esta es la paz

del sálvese quien pueda,

la libre mar con luna muerta.

Esta casa, la tierra,

patria nuestra,

con la línea del horizonte, huera.

Sin pedestal quedó el poema.

¿Quién izará otra promesa?

¿Qué señor del hambre?, ¿qué poeta?

Todo es contención.

Todo, escollera.

Sedimento todo es,

seca letra.

Al arte lo mató la peana,

a Venus, quien la cincela,

no el hombre,

no España,

sino la estatua,

la estatua es quien la modela.