Opinión

El individuo insostenible

.

. Pixabay

  1. Opinión
  2. Blog del suscriptor

Toda la preocupación del tiempo presente se proyecta sobre las necesidades del Estado. Financiación suficiente, cuentas saneadas, sostenimiento del estado del bienestar (¡esa gran impostura!). Todos los gobiernos y muy significadamente el Gobierno intervencionista español, andan como aquellos recaudadores de la Edad Media, solo diferenciados en la sutileza de sus medios y en el uso de la propaganda, horadando en lo más abisal de la acción humana para encontrar algo por insignificante que sea que justifique la imposición de un tributo.

En un cortísimo espacio de tiempo los medios de comunicación han ido dando a conocer a la opinión pública los proyectos gubernamentales con los que allegar fondos a las arcas del Estado procedentes de las cada vez más exhaustas faltriqueras ciudadanas. Ningún límite parece conocer la bulimia devoradora que este Gobierno del “nadie quedará atrás”, y por delante de todos Hacienda por supuesto, hacia el producto del esfuerzo de los ciudadanos.

Todo un cúmulo de falacias, desmentidos, contradicciones, puro dadaísmo al fin, alfombran las pretensiones recaudatorias del Gobierno. El error y el sinsentido de tales políticas queda en evidencia cuando fácilmente se comprueba que a medida que se crean nuevas fuentes de financiación públicas, mayores son sus necesidades y más abultada la deuda pública.

Es decir, una paradoja que consiste en que cuanto cada vez más, cada vez da para menos. Desde muy antiguo está demostrado que detrás de cada intervención en la economía, se hace necesaria otra y otra más, hasta la muerte del sistema por asfixia. Cada intervención reclama una estructura burocrática cuya influencia crea distorsiones y nuevas medidas, desbordamiento de los gastos inicialmente previstos y así indefinidamente.

Cabría preguntarse dónde están los límites éticos que tiene poder para decidir sobre los bienes privados y si no existen tales límites, al albur de pasajeras mayorías parlamentarias, si no deberían establecerse constitucionalmente. Garantizar la propiedad privada en una ley fundamental si la misma concede a la vez capacidades ilimitadas a legislativo y ejecutivo para disponer de los bienes privados, transmuta en trampantojo.

Desigualdad, justicia social, sanidad, educación, ecología, inclusión… Una constelación semántica con la que acotar las conciencias en un gulag conceptual fuera del que sólo habitan el egoísmo y la inhumanidad. Fuera del gulag se sitúa el territorio en el que habita la disidencia, un intolerable contrasentido impropio de un país que se llama democrático. Nada ni nadie explica antes o después el resultado práctico del expolio que dice atender a los elevados objetivos con los que la exacción se justifica.

Quienes obligan al sacrificio de todos jamás comparecen a poner números concretos a los proyectos de mejora colectiva y menos aún a demostrar en detalle cómo se han plasmado tales planes. Ya vendrán después los datos macroeconómicos, el PIB y los modelos teóricos de oferta y demanda agregada para decirnos que hemos experimentado un “crecimiento negativo”, oxímoron que usado con insufrible cinismo excusa usurpa el lugar que deberían ocupar palabras como ruina o empobrecimiento.

La libertad es imposible sin libertad económica y en la medida en que ésta última se constriñe la libertad individual desaparece. El Estado, convertido indefectiblemente en cruda expresión de poder, está en camino de ser un fin en sí mismo y tiende por ello a buscar sus propios fines, el primero el de su supervivencia.

Su hipertrofia hace crecer sus necesidades de financiación y en esa misma medida va drenando los recursos de quienes se ven obligados a sostenerlo. Con tal deriva, es la existencia material de las personas la que camina hacia la insostenibilidad, lo que, por la inercia de las cosas, no librará al estado de igual misma suerte ya que él mismo destruirá las fuentes de sus recursos. Y una vez más se demuestra qué gran idea es el socialismo.