Romance de la identidad

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El filósofo Gustavo Bueno dice que todas las Señas de Identidad piden el principio (petitio principii, falacia que se produce cuando lo que debe ser probado ya se incluye en las premisas, por ejemplo, “yo siempre soy sincero, nunca miento”). El sujeto se atribuye lo que debería probar, en este caso, su absoluta sinceridad. Las identidades de las autonomías son de esta naturaleza. Piden también el principio. Lo llaman “hecho diferencial” y, naturalmente, como nada hay igual en la naturaleza elevan a la máxima valoración folclores, lenguas, etc. para distinguirse, sobre todo en la educación, algo así como lo hacía la señorita Poppins. Gustavo Bueno pone un clásico ejemplo, el hipocrático tumor. Se detecta por el calor, el color y el rubor, pero como estos síntomas están también en otras partes del organismo, se apela a una hipóstasis, a una petición de principio.

Como he dicho, en el hecho diferencial reivindicado por las autonomías, sucede lo mismo. Se pretende revalorizar lo propio pidiendo la máxima diferencia regional que pronto, muta mutandis, se convierte en identidad “nacional”. Por tanto, las variedades relacionadas con las costumbres, tradiciones, etc. pasan de ser accidentales, a cobrar importancia esencial, a convertirse en un oscuro dogma sustancialista.

El poeta ha empuñado los remos de la identidad y se dispone a navegar por su río proceloso.

El río que va a la mar,

cuando a su destino llega,

pierde toda identidad

de agua dulce y ribereña.

Después soñó regresar

a la fuente donde mana,

ser claro, puro, igual

que su origen de fontana.

Reclamó la diferencia

contra la salobre mar,

sentía en su eco conciencia

ser superior a la sal.

Con las bobas caracolas

compuso dulces cantares,

pronto las amargas olas

se sintieron manantiales.

Cuando a la soñada fuente

el río llegó sin sal,

no lo vio más diferente

que cualquier gota del mar.

Traidor fue el arroyuelo

y fascista el afluente,

imperialista el subsuelo,

también el agua corriente.