Opinión

Negacionistas y otras galaxias en Centroeuropa

Protestas negacionistas en Francia

Protestas negacionistas en Francia

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En los últimos años, no han sido pocas las veces en las que la decepción y la sensación de bochorno eran el único resultado posible tras acercarse uno a una manifestación de las pocas que se convocan en Viena. No ya porque fuera escaso el número de manifestantes o que los motivos de la protesta no coincidieran con las propias ideas sobre este o aquel asunto, sino porque uno asistía a escenas grotescas como la de ver a periodistas pidiéndoles a los manifestantes que movieran las banderas o sus pancartas con más alegría para que la foto tuviera más brío. Nada que ver con la brutalidad, muchas veces, espontánea y gratuita de los manifestantes del sur de Europa, para los que gritar y exaltarse de forma colérica es el mejor ejercicio para sudar la propia ansiedad.

Aquí en Viena, sin embargo, todo suele funcionar como en una casa de muñecas metida dentro de un escaparate minuciosamente estudiado para su presentación. Nada se deja al azar, el azar y la improvisación asustan en esta parte del mundo, pues continuamente se pretende poner orden en el bosque, imponer criterios de orden y estructura donde no existen. Y en eso son buenos. No es común, como digo, que una parte de la población se lance a la calle con la mascarilla puesta donde se debería llevar la pajarita y lance proclamas contra las medidas para combatir la nueva ola de la COVID-19 y el reciente anuncio de la vacunación obligatoria a partir de febrero de 2022.

Por supuesto que todo el mundo tiene derecho a manifestarse, casi por lo que sea y cuando sea, pero a veces conviene aproximar la lupa a los argumentos de quienes deciden hacerlo. ¿Qué encontramos entonces? Una mezcla, un cóctel de tendencias ideológicas completamente dispares, pero con un único punto en común: querer hacer ruido, salir y desfogarse.

Grupos de extrema derecha -y no se me alerten que estoy hablando de neonazis de los de verdad, de los de cabeza con brechas de antaño, agresión comprimida y mirada embriagada de odio y cerveza- que vociferaban al lado de concienzudos integrantes de todo tipo de teorías Posnew Age, elektropunks sentados en el suelo con su música enlatada en un altavoz comprado en el Mediamarkt, madres con sus hijas quejándose de que el trapo de la boca no sirve para nada, gente en bicicleta llevando un casco de papel de aluminio en la cabeza, hippies jubilados que reclamaban atención gritando que abajo el fascismo, que no se necesitan ni mascarillas, ni sistema sanitario, pues nuestro cuerpo, él solo lo puede todo; y como formando islas, jóvenes reaccionarios que, al verse por una vez en el centro de atención de una camarilla, llamaban a derribar los poderes públicos, a imponer de una vez por todas un poco de orden para la gente. En definitiva, en torno a las premisas negacionistas se manifestaban un montón de voces reclamando su derecho al egoísmo y al pataleo.

Los menos hablaban de la pérdida de libertades que traen bajo el brazo las restricciones, advertían del  desastre de mundo que se nos avecina tras las medidas. Mencionaban la dignidad pisoteada de los ciudadanos, de la brutal imposición de la vacuna obligatoria –el llamado Impfplicht-; y nadie se acordaba de hablar de los cincuenta muertos al día, de que la libertad que reclaman para ellos conlleva siempre una responsabilidad para con los demás.

¿En qué medida no habría que sopesar el posible derecho a obedecer con el derecho al egoísmo, si es que existen? Nos queda muy lejos la frase de Hannah Arendt, de que nadie tiene el derecho a obedecer, pero bien convendría darle un repaso a la idea y buscarle las vueltas para aplicarla a nuevos contextos. En tiempos donde los cambios se hacen tras la máscara de las palabra sólo podemos esperar que vuelvan pronto los filósofos de las montañas.

***Justo Zamarro es escritor y profesor