Para la siguiente discusión, doy por hecho que el sexo biológico sirve como base para la distinción del uso de los géneros femenino y masculino del español y otras lenguas, no solamente en las que se refieren a objetos animados con identidad sexual o de género, sino también en muchos otros casos en los que culturalmente se atribuyen cualidades propias de cada sexo o género a determinado objeto o concepto.
Hago la aclaración puesto que en el campo académico esto aún se debate, con una inclinación mayoritaria a que la relación es evidente. Por supuesto, si usted hace parte de la minoría, le dará poco crédito a algunos de los siguientes argumentos.
Muchos académicos defienden que una lengua no es sexista per se, sino que los sexistas son sus hablantes y estos proyectan en la lengua dichas actitudes. Estas manifestaciones discriminatorias acaban por ser ampliamente usadas y posteriormente regularizadas oficialmente.
Mi formación lingüística me basta para, en parte, estar de acuerdo con dicha afirmación, pues sin mencionar lo que aceptan o niegan como normas estándares de una lengua, parte de la función de instituciones de regularización lingüística como la RAE no es otra que la de registrar cómo se usa la lengua, bien sea sexista, clasista, peronista o surrealista.
Bajo esta premisa, quienes reconocen un empleo discriminatorio de la lengua, pero no apoyan el lenguaje inclusivo (LI), coinciden en que hay que transformar nuestra sociedad en una más igualitaria y naturalmente esto se reflejará en la forma en la que hablamos. Pero entonces, también hay que asumir que, al menos como reflejo, nuestra lengua es notoriamente sexista.
Por ende, negar que una lengua sea más o menos sexista es negar la hipótesis del relativismo lingüístico, que hicieron trascendente los lingüistas Edward Sapir y Benjamin Lee Whorf. La hipótesis sostiene que cada lengua revela una visión subjetiva del mundo. Así podemos afirmar que algunos rasgos distintivos de diferentes culturas están grabados en su propia lengua. Dicho esto, la conceptualización de la realidad tiene un límite objetivo que el lenguaje siempre rebasará o tergiversará; dependerá de nuestro conjunto de valores, creencias y percepciones.
Sin embargo, esta visión del problema desconoce la repercusión del lenguaje en moldear nuestro conocimiento. En otras palabras, las metáforas del reflejo y la impresión de nuestra concepción en la lengua se quedan cortas en describir la reciprocidad entre los dos actores. La incidencia del lenguaje sexista en nuestras actitudes ha sido explorada desde la psicología por investigadores como Mark McMinn, Pamela K. Troyer, Laurel E. Hannum y James D. Foster, desde ya hace algunas décadas y con resultados que la soportan.
Pero para ilustrarlo un poco mejor, me remito a la siguiente analogía. Pensemos en la industria del cine y su evolución: en sus inicios y hasta hoy, el cine ha retratado nuestra forma de vida, ha servido como vehículo para comunicarnos y expresar todo lo que somos y lo que no. Pero a su vez, ha sido un transformador de nuestras percepciones, concepciones y conductas. Lo que sucede con el cine es una relación a dos direcciones; nos refleja tanto como nos influencia y en ello reside su potencial como instrumento ideológico.
El lenguaje es perfectamente equiparable, y contrario a como piensan algunos, incluyendo un Nobel de literatura, una lengua no nace de manera natural carente de preconcepciones y prejuicios humanos. Asignar significado a aquello que nos es a cabalidad ininteligible, pero que podemos percibir parcialmente, hace parte de nuestro desarrollo cognitivo. Cualquier lenguaje complejo, por incipiente que sea, conlleva ciertas presunciones de un universo circundante. Por lo tanto, toda lengua tiene por constitución una carga ideológica.
Por otro lado, sabemos de la transformación continua de las lenguas, o para ser más precisos, de cómo sus hablantes las transformamos con el tiempo. Tanto, que solemos presentar a la lengua como un ente vivo.
Las lenguas nacen, evolucionan y mueren; de tanto en tanto cambian significados, se desusan términos, se añaden otros, cambian estructuras, etc. Y que como ya mencionaba antes, la academia se encarga de ir acogiendo los cambios, que obedecen a múltiples factores como la cercanía de los hablantes, el contexto socioeconómico y demás.
Así, por ejemplo, el español que hablamos hoy, sin ahondar alrededor de sus variedades dialectales, no es exactamente igual al que usó Cervantes en El Quijote y dista aún más del que contiene en sus páginas el Cantar del Mio Cid. Y sin ninguna duda, es distinto del que hablarán futuras generaciones si sobreviven a algún evento apocalíptico.
Pese a lo anterior, los protectores de la lengua más castos ponen el grito en el cielo que vigila el buen uso de la lengua y con la norma (artículo del sitio web de la RAE) bajo el hombro, despotrican de todo aquel que transgrede el estándar, imputado de padecer infinita ignorancia y de ser un alienado al servicio de la endemoniada ideología de género.
El LI es un intento consciente de transformar la estandarización de una lengua sexista, tal vez el primero en la historia humana, que vela por un reconocimiento más igualitario en la forma en que pensamos; ergo nos expresamos y comunicamos. Porque no es falso que las niñas que crecen en contextos hispanohablantes tienen que aprender de manera implícita cuando un sustantivo masculino que podría aludirlas es genérico y cuándo las excluye.
Quizás, el único argumento válido contra el LI es el que apela a un principio que rige casi toda forma de comunicación: la economía del lenguaje, que se viola específicamente en casos de desdoblamientos del tipo «todos y todas».
La RAE argumenta que estas formaciones son artificiosas e innecesarias y añade que solo se justifican cuando la oposición de sexos/géneros es relevante para el contexto. Lo que significa que lingüísticamente (a nivel semántico) sí es necesario el desdoblamiento… esta lengua no se caracteriza por su economía. Sin embargo, lo que debemos preguntarnos aquí es bajo qué criterios se decidió que la forma genérica fuera la masculina sin que estos se consideren sexistas.
Pero bueno, el asunto es que dentro del LI surgió la propuesta de usar la ‘e’ para crear el genérico de sustantivos y adjetivos en contraposición al uso masculino como tal, como por ejemplo «todes».
Esta propuesta morfológica, entre otras cosas, tiene una mayor relación con la normatividad del idioma respecto a la formación de los participios presentes y activos de ciertos verbos, que en últimas, sí podrían ser considerados como verdaderos genéricos. De esta forma se evitaría ir en contra del fastuoso principio y habría un mayor equilibro.
Es normal que la idea cause rechazo y tenga detractores intransigentes, como es normal en cualquier pretensión de cambio paradigmático, en una humanidad cuya historia nos ha demostrado que todo punto de inflexión en revoluciones culturales ha sido precedido por desafíos a sectores sociales dominantes.
Entonces, dada la propiedad dúctil del lenguaje, si una de las funciones de los miembros de estas instituciones es la de registrar y normativizar cambios extensos en el uso del idioma, ojalá más pronto que tarde, la RAE tenga que adoptar modificaciones derivadas del LI, pues como he expuesto, desde muy pocas lógicas es tan absurdo como nos han contado.