Image: Hergé, hijo de Tintín

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Sesenta y dos páginas

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Recuerdo que fue en la Libreria L’Espill de Altea.

Corrían los años noventa; cuando todo aún tenía cierto encanto y en aquella hermosa librería podía uno perderse con un café o una cerveza en el universo de sus libros.

Con los años, aquel lugar se fue transformando. Y como si fuese la crónica de una muerte anunciada, el lugar se fue al garete.

Ocurrió un día en que otros dueños pusieron una mesa de billar en el espacio que ocupaba la atractiva librería. Para estos, de gustos más cutres, resultaba más rentable ofrecer copas y crepés, que libros y revistas. Al poco, los de la mesa de billar traspasaron el local y salieron zumbando. Aquel café librería se convertiría, sin remedio, en uno de los muchos restaurantes del paseo marítimo.

Fue allí, en esa misma librería, donde descubrí mi primera aventura con Tintín en El secreto del Unicornio. Dicen que los libros te eligen. En mi caso, fue así. Aun como en otras ocasiones, cuando una portada, un título o su escritor, tienen el poder de fascinarte, de provocar el encanto tras acariciar el mejor de los tesoros.

En mi casa nunca hubo cultura de aquellas de aventuras tintinescas. Eran tiempos de otras lecturas, otras aventuras. Entre pequeños y jóvenes hermanos, lo que más leíamos eran las tronchantes historias de Mortadelo y Filemón, 13 rue del percebe o Zipi y Zape. Las historias de Astérix, los cómics de Marvel y Spiderman se mezclarían con nuevas lecturas. Más tarde, con los mayores, vinieron aquellos vertiginosos cómics Víbora que tanto marcaron.

Con humildad y gran fortuna, en mi casa había costumbre de leer y libros a los que acudir. Creo que fue hacia los trece años cuando leí La Isla del tesoro. Al igual que al joven Hawkins en su viaje, este libro también marcó la crónica de mi aprendizaje; a él volví de nuevo, convertido en un adulto, gracias a El Tesoro de Rackham el Rojo. Quién sabe si fue casual o no encontrar El Secreto del Unicornio en el Mediterráneo alicantino; los viajes de Tintín son en esencia marineros.

Todas sus historias tienen ese sustrato, en donde el viaje y el mar encierran la condición de sus aventuras. Yo encontré aquel día el oro de Flint y que, más tarde, me llevaría a otras aventuras. Aventuras por el mar de leyenda, ese universo de ficción inventado y creado por Georges Rémi, Hergé y en donde Tintín y el Capitán Haddock poseen un mundo autónomo rodeado de una realidad. La mirada del mar que nos regala Hergé, nace de la ingente documentación transformada en su imaginación y la de otros creadores de ficción. De la propia observación, del mundo fotográfico y de los historiadores.

Recorrer los mares de Tintín y el Capitán Haddock es como entrar en la imaginación de Hergé. Es el espíritu de aventura hacia un viaje del que uno vuelve más sabio e instruido. De la mano de Tintín, volví a la Isla del tesoro. Con sus piratas, tesoros e islas misteriosas; abordajes y barcos hundidos. El secreto del Unicornio y El tesoro de Rackham el Rojo, son un viaje a través del espacio-tiempo. En donde una isla y la lectura de las memorias del caballero Francisco de Hadoque son el maridaje perfecto de la aventura. Como así pasa en otras tantas historias con Homero, Dafoe, Stevenson, Verne, etc.

El mar, con sus tesoros, es como un libro, y la búsqueda del tesoro que emprenden Tintín y el Capitán Haddock son el gran viaje, donde el Sirius guarda toda esa tradición cultural. Recorrer las sesenta y dos páginas de cada libro, es adentrarse en un viaje de ficción intenso que nos permite alejarnos de nuestra propia identidad, a la vez que nos dibuja el camino hacia el autoconocimiento y la meditación.

Coincido con Yves Horeau cuando dice que al cerrar la página sesenta y dos y acabar su lectura, miramos al infinito y adquirimos plenamente esta consciencia sintiéndonos mejores.  

La palabra viaje viene del latín viaticum, y nos refiere a todo aquello que necesitamos aprovisionar para nuestro camino. En este sentido, para nosotros, los lectores, estas aventuras de Tintín son también el alimento ideal para enfrentarnos al duro camino de la vida.

Mientras termino de escribir este post, miro una foto cercana de mi amigo el escritor y académico Arturo Pérez-Reverte. Se encuentra sobre la cubierta de un barco cuyo nombre era el «Glaros», con el puerto de Junieh (Líbano) al fondo. Es un joven reportero sentado sobre su mochila. Sobre esa historia escribió un magnífico artículo con el título: “El capitán Kamiros”.

Por un momento, me invaden emociones aventureras y la fotografía me recuerda al telegrafista Tintín en el barco “Speedol Star” cuando decide emprender rumbo al País del Oro negro. He releído aquel artículo: “Siempre al Oeste” publicado en El Semanal allá por 1998, y una vez más, me sumo al placer que se siente siempre al pasar las páginas de un Tintín y en donde la lealtad y la amistad son la mejor de las banderas. 

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