Feijóo escogió san Felipe Neri para anunciar una medida que cuestiona, paradójicamente, las bases del liberalismo y la democracia parlamentaria: la lista más votada, la medida que todos los partidos (mayoritarios) conservan en la nevera esperando el momento oportuno.
No es original. En 2016, el PP hizo lo mismo, ajustando la ecuación a sus resultados. Lo que proponía entonces era premiar con la alcaldía al partido que lograra el 35% de los votos y 5 puntos de diferencia sobre el segundo, o el 30% y 10 puntos. Ni aritmética, ni representatividad y ni sistema de partidos.
En Melilla también se escucharon ecos 2019 apelando al patriotismo y la ilegitimidad de cualquier coalición que dejara fuera al PP. El argumento era parecido. Pero tanto en 2016 como en 2019, había razones para pensar que era una trampa.
Primera: es oportunista. No es casualidad que la proponga el partido que gana pero no gobierna, o el que lidera la oposición en un momento político de duda social y empate técnico, o posible sorpasso. Jamás escucharán a un líder político hablar de la lista más votada cuando la demoscopia le arroja resultados a la baja.
Segunda: al anular cualquier coalición, contradice el principio de coexistencia política y la democracia representativa. La lista más votada es un premio para el ganador aunque no goce de la mayoría que anula el trabajo de la oposición y somete el Pleno al dictado de esa minoría. Cuanto menos, democráticamente cuestionable.
En Melilla, el PP se aferró a su victoria minoritaria para apelar a su legitimidad de gobernar. Pero ¿debe prevalecer una victoria que no llega al 51% sobre la suma de una coalición que sí alcanza la mayoría absoluta? El valor de nuestra democracia reside en la decisión de la mayoría, no en el partido que gana. Como dice Ignacio Varela, si la “legitimidad” necesita resolverse entregando el gobierno a la lista más votada, no gana un partido político. Pierde nuestra democracia.
Tercera: se justifica en una falacia. Feijóo alega la urgencia de separarse de los extremos para reconstruir la democracia. Una voluntad loable que hoy choca de frente con su permiso a Mañueco a pactar con Vox una vicepresidencia vacía solo para conservar el gobierno en Castilla y León, y en mayo chocará con la aritmética, obligándole a ser prosaicos. ¿O renunciará a gobernar por no pactar?
Tras años compartiendo gobiernos territoriales con Vox, al PP le empieza a entrar la prisa por sacudirse la etiqueta de extrema derecha que le atribuye la izquierda. Es probable incluso que se sientan incómodos como socios en sus coaliciones. Pero nada de eso justifica hoy una zona de exclusión. Sencillamente, no es creíble.
Y cuarta: no soluciona la crisis política. Feijóo lo propone para los Ayuntamientos, no para el Congreso, que es el centro de la guerra cultural. Es allí donde los extremos sí condicionan la cultura política y marcan la agenda con medidas que cuestionan las bases del sistema. Los Ayuntamientos, bien lo sabe, gestionan, no legislan. Promocionar la lista más votada solo en los municipios es dopaje y oportunismo políticos, pero nada de eso arreglará el grave problema de representación que sufrimos. Además, a nivel municipal la LOREG no permite la repetición de elecciones. Si no hay acuerdo de gobernabilidad, el partido más votado ya asume automáticamente el gobierno en minoría.
La estrategia de Núñez Feijóo es simple: ganar una meta volante en mayo asegurando gobiernos locales y llegar a las elecciones generales de noviembre con velocidad de crucero, aun renunciando al principio más básico de la política, que es el consenso y el pacto. Y en su simpleza radica el problema de la política española: su miedo, sus complejos y su incapacidad de sentarse con el rival seriamente para construir un espacio común de coexistencia. Cuánto nos queda por llegar al nivel de Alemania.
Nuestro sistema no tiene la culpa de que los políticos prefieran hablar de otros políticos que de problemas. Y la Ley electoral tampoco. Y ese deterioro no se arregla con ocurrencias y parches, sino con un compromiso al más alto nivel. Es en el Congreso donde debe comenzar la tarea difícil, costosa y erosionadora de anteponer los principios y valores democráticos al tacticismo y el golpe de efecto en el que llevan años instalados los partidos. Pero eso requiere un sacrificio que no están dispuestos a hacer. Cualquier anuncio que no incluya el compromiso firme e ineludible de renunciar al gobierno con extremos será un teatro de máscaras que socavará aún más la credibilidad de nuestros gobernantes, alejará a la gente de la vida pública y allanará el camino a quienes solo pueden sobrevivir en un escenario inestable
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