Opinión

Ley Trans y fraude de género

La secretaria de Estado de Igualdad y contra la Violencia de Género, Ángela Rodríguez Pam, en una comparecencia en el ministerio de Igualdad

La secretaria de Estado de Igualdad y contra la Violencia de Género, Ángela Rodríguez Pam, en una comparecencia en el ministerio de Igualdad

"De los creadores de 'las personas van a ir al registro para cambiarse de sexo todas las mañanas', llega 'los violadores a la calle'."

Ángel Rodríguez, Secretaria de Estado de Igualdad.

Españoles, el sexo ha muerto. Al menos en lo que respecta al Registro Civil. En España, desde el 28/02/2023, las añejas categorías de "hombre" y "mujer" han dejado de existir, mutando a significantes vacíos de libre elección.

"Diarrea Legislativa". De forma tan lúcida definió Pam la labor del Gobierno. Cierto es que resulta difícil calibrar su incompetencia. ¿La Ley Rhodes de protección de la infancia? Reduce la prescripción del delito de pedofilia. ¿La Ley de Bienestar Animal? Despenaliza la zoofilia. ¿La ley del sólo sí es sí? Rebaja las penas y excarcela a casi un millar de violadores.

La Ley Trans es tan trascendental que la ciudadanía necesitará tiempo para digerirla. Muchos se han apartado de esta polémica bizantina, asqueados o hastiados. ¿Qué me importa si no soy trans? Mucho más de lo que pareciera.

La ley consagra la ideología de género en su máximo exponente: la total autoidentificación del sexo sentido, constructo social fruto de la educación y la dominante sociedad patriarcal. A efectos prácticos, permite el cambio oficial de género a "toda persona de nacionalidad española mayor de 16 años" (art. 43.1) con la sencillez de un trámite administrativo y sin que "en ningún caso pueda estar condicionado a la previa exhibición de informe médico o psicológico (…), ni a la previa modificación de la apariencia o función corporal de la persona" (art. 44.3).

Es decir, la mera voluntad como único requisito. Una chapuza que, a pesar de su intención declarada, no ha pergeñado un texto sobre la disforia de género, sino un menú a la carta de identidades para cualquiera que quiera hacer uso de él.

¡Fraude de ley!, claman desde los altavoces del Gobierno en un vano intento de tapar sus vergüenzas. Pero, por muy evidente que pareciese el fraude, para que exista hay que demostrarlo. Y la ley en ningún caso marca posición de estado, requisito externo objetivamente comprobable o acota qué es, o como debe sentirse, una "mujer" o un "hombre".

Dejando de lado el uso legal que los agresores sexuales, siempre de enhorabuena con este gobierno, podrán realizar de la misma (cárceles de mujeres, baños femeninos…), la ley concede el derecho a todos aquellos que quieran cambiar de género para acceder a las prerrogativas del contrario. Sin fiscalización posible.

Así lo permite su abstracta definición de identidad sexual, la "vivencia interna e individual del sexo tal y como cada persona lo siente y autodefine" (art. 3.i). No hay fraude en el autoapercibimiento. Más aún cuando la misma ley te permite denunciar por hasta 150.000 euros el "acoso por expresión de género" (art. 79.4) o la generalidad de "victimización secundaria" (art. 79.6) por parte de terceros quisquillosos. Aplicando, por supuesto, la ya habitual inversión de la carga de la prueba, consagrada al proclamar que cuando se "alegue discriminación (…) corresponderá a la parte demandada (…) la aportación de una justificación objetiva y razonable".

Porque si viviésemos en un país de ciudadanos iguales ante la ley, quedaría relegado a una trágica anécdota. Pero no es el caso de España.

Solo así se explica la furibunda reacción del feminismo radical, las famosas TERFs. Berrinches pueriles por parte de personas más impulsadas por el despecho de tener que compartir sus otrora exclusivos privilegios que por la falsaria proclama del "borrado de la mujer". Como si fuese un concepto cuya existencia dependiese de prebendas o partidas presupuestarias. O como si les hubiese importado lo más mismo el "borrado del hombre" que impulsan obstinadamente mediante la discriminación legal desde hace veinte años.

Como nos explica la inefable Pam, la Ley Trans es el caballo de Troya del feminismo identitario: "Una mujer trans es una mujer, así que, si esa mujer le pega a otra mujer, no estaríamos hablando de violencia de género". Si el género es solo un sentimiento, ¿cómo defender la predisposición biológica del hombre, ese no sé qué propio del género masculino, a cometer atroces actos, violencia y opresión?

No es el único beneficio. En nuestra legislación existen cientos de leyes, reglamentos, disposiciones y normas que apuntalan esta supremacía legal: desde banalidades como paradas de bus a demanda, hasta poder denunciar y no ser personalmente enjuiciado por tribunales especiales bajo leyes ad hoc, pasando por una larga lista de ayudas públicas, beneficios fiscales, bonificaciones en concursos, cuotas, baremos diferenciados y toda una larga lista de acciones discriminatorias a los que cabe acceder, únicamente, por el mero hecho de ser "mujer" o "LGTBIQ+".

Pero no nos equivoquemos. Mientras que las leyes continúen categorizando a los ciudadanos en función de su genitalidad u orientación sexual no alcanzaremos la igualdad. Tan solo más contradicciones, incoherencias y asfixiante ideología.