"Podría dispararle a alguien en la Quinta Avenida de Nueva York y no perdería ni un solo voto".

Donald Trump, presidente de EEUU.

En uno de sus últimos golpes de efecto, Pedro Sánchez anunciaba el lunes 29 de mayo la convocatoria de elecciones generales para el 23-J. De repente, los focos de contestación interna, alegría conservadora y análisis del fracaso izquierdista en las elecciones municipales y autonómicas eran eclipsados por su última cortina de humo.

"Hemos perdido menos votos que poder", cantan los estrategas del PSOE como justificación de la nueva contienda con las urnas. Y no están del todo equivocados. A pesar de la dificultad de trasladar de forma directa el resultado municipal al nacional, donde la cercanía personal de determinados alcaldes o formaciones locales resulta intrascendente, el domingo quedó expuesto un mapa con pocos cambios entre bloques.

Si para 2019 el censo electoral se dividió entre la abstención (34,8%), la izquierda (26%), la derecha (22,8%) y la amalgama de formaciones nacionalistas, regionalistas y localistas presente en toda España (15,8%), pocos serían los cambios este 2023: aumento de la abstención (36,1%), subida del 2,8% para los conservadores (25,6%), caída del 3,6% de la izquierda (22,4%) y estabilización del resto (15,3%).

Es decir, una diferencia de poco más del 3% que no podría justificar semejante trasvase de poder si no fuese por una pequeña cuestión: la aglutinación del voto conservador en solo dos partidos tras la absorción de Cs (-4,8%) por el PP (+5,4%) y la disgregación simultánea de la extrema izquierda en múltiples candidaturas. Esto acabaría provocando que, con su descenso del -2,4%, muchas no sobrepasasen el umbral necesario. El ejemplo paradigmático es Aragón, el Ohio español, donde Vox pudo hacerse con 3 concejales en Huesca gracias a su 10,53% del voto depositado frente a los 0 concejales de las cuatro divisiones de Podemos y compañía, con un 17,88% de votos.

Si atendemos a los datos históricos, es casi imposible encontrar cambios ideológicos drásticos en un electorado. Ni siquiera durante la impresionante victoria de Isabel Díaz Ayuso de 2021 (la derecha rebajó la abstención para aumentar su apoyo del 32,5% al 41,2% del censo), se resentiría en demasía el apoyo de la izquierda entre 2019 (30,59%) y 2021 (29,44%).

Antecedentes que bien haría el bloque conservador en observar para las próximas elecciones porque, al margen de todos los errores e inercias del actual Gobierno de Coalición, es imposible analizar el comportamiento electoral de la sociedad desde un ángulo exclusivamente racional. El dato nunca mata relato, tan solo ayuda a interpretar lo verdaderamente esencial: la narrativa; las emociones.

Un marco mental difícil de modificar, pues son nuestras propias debilidades psicológicas (sesgos, negación del error, porfiar en el mismo para evitar reconocerlo…), las que impiden cambios bruscos en las corrientes electorales. Incluso considerando al nada desdeñable porcentaje de votantes que siempre persigue la satisfacción emocional de apostar por el caballo ganador.

Se trata de un fenómeno presente en todo el abanico parlamentario y que permite ahondar en la posverdad que supone que un político, pongamos Pedro Sánchez, pueda anunciar mentiras y errores, desdecirse o perseverar, ante el aplauso enfervorecido de sus leales. Incluso tras la constatación empírica del fracaso intelectual, electoral y político. Fieles a la tribu más allá de factores triviales como la verdad o la mentira.

Según el CIS, hasta un 45% del censo podría encajar en esta definición, pues siempre declaran votar al mismo partido de derechas (11%), de izquierdas (16,3%), nacionalistas (3,8%) u otros no parlamentarios o abstenerse (13,6%). Una tendencia que se agudiza dentro de los bloques ideológicos que, sumados a los abstencionistas, rebasarían el 85%.

Desde el año 2000, la derecha ha cotejado apoyos entre el 28,38% y el 30,62% de la población. Una estabilidad demoscópica que las encuestas elevan hoy, tras 5 años de sanchismo, hasta los 12 millones de votos (32,2%) en una marca histórica.

Sin embargo, la suma de las izquierdas y nacionalistas continúa recabando apoyos del 36% del censo (13,5 millones de votos), aunque su base sea mucho más volátil que la conservadora (entre el 33,71% y el 43,55%). Entremedias, queda la persistencia de ese núcleo irreductible de abstencionistas (9,1 millones) y partidos no parlamentarios (0,6 millones).

Así las cosas, la victoria en las urnas del próximo 23 de julio, fecha atípica, vendrá condicionada por la movilización y disgregación electoral, marcadas por la Ley D’Hont (la victoria absoluta del PP en 2011 no se explica por un aumento en sus apoyos, del 29,49% al 31,05% del censo, sino a la desmovilización de la izquierda, 36,06% al 27,84%, y su dispersión en 3 candidaturas frente a la unitaria popular).

Y estamos llegando a un extremo donde la derecha puede haber alcanzado su techo electoral al mismo tiempo en que la izquierda roza su suelo.

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