Opinión

El Rastro de la sangre

El Rastro de Madrid.

El Rastro de Madrid.

  1. Opinión
  2. Blog del suscriptor

"Rastro. El lugar donde se matan los carneros, dixo por otro nombre arábigo, xerquería, díxose rastro, porque los llevan arrastrando desde el corral de los palos, donde los resuellan y por el rastro que dejan, se le dio este nombre al lugar".

(Diccionario de la Lengua Española, Sebastián de Covarrubias, 1611)

Mataderos cerca de ríos o arroyos, rutas para el arrastre de la carne sacrificada hacia sus puntos de distribución y venta. Carne que deja rastro. Un rastro de sangre que acabó sustantivando hasta a los propios mataderos como nos cuenta Covarrubias en su Diccionario de la Lengua y a los barrios que los acogieron. Hasta hubo en El Rastro de Madrid un corral de comedias que se llamó "Corral de la Sangre" en el que se representaron obras de muchos de nuestros clásicos desde Lope a Moreto o Tirso.

La literatura se ha ocupado del Rastro. De los rastros. Recientemente Carmen Mola, en La bestia –Premio Planeta—sitúa el primer sanguinario crimen de su novela, datada en el tiempo de la peste de 1834, en El Cerrillo del Rastro, hoy Plaza del General Vara del Rey. En El Rastro de Madrid sitúa Tirso de Molina una casa de lenocinio reconocida por "el rastro de la carne" en su comedia El Caballero de Gracia, o Cervantes una falsa deshonra en su entremés La guarda cuidadosa. Otros autores hay como Lope o Calderón que también nos recuerdan este Rastro.

Pero luego, con la pátina del tiempo, los rastros de las ciudades se convertirán en exóticos lugares para conocer, comprar y vender los recuerdos del pasado. Luis Carandell dirá de Madrid que los dos lugares más importantes a visitar en la ciudad son el Museo del Prado y El Rastro; Ramón Gómez de la Serna lo equiparará al Mercado de las Pulgas, de París o al del mercado judío de Whitechapel, de Londres y Andrés Trapiello lo percibirá como un espacio poético inaprensible.

De todos los "rastros" de las ciudades españolas, el más universal –como decimos—es, probablemente, el de la Ribera de Curtidores de Madrid; pero quedan otros repartidos por toda España, incluido el País Vasco. Los rastros vascos más conocidos e históricos son los de la Plaza Nueva de Bilbao, la Plaza de la Constitución de San Sebastián o la zona del puerto deportivo de Fuenterrabía.

Lo que no es habitual en estos tiempos es que, de repente, se inauguren nuevos rastros. Pero eso es lo que ha sucedido precisamente en el País Vasco, aunque ahora con ciertas diferencias respecto a los rastros antiguos.

Las diferencias de estos nuevos mercadillos –que se inauguran en varias poblaciones del norte—es, en primer lugar, que lo hacen como una cadena franquiciada que se presenta en varias localidades, en segundo lugar, que el rastro de sangre no es de los carneros sacrificados –como apuntaba Covarrubias—sino de seres humanos como la víctima descuartizada de la novela de Carmen Mola y en tercer lugar que los objetos imposibles que se exponen en estas sucursales del nuevo rastro no son objetos, sino sujetos. ¡Y qué sujetos! Son los rastreros de antaño. Los criminales que han dejado un rastro de dolor y odio, residuos de un proyecto racista, heredero de lo peor del siglo XX.

El Rastro, nos dirá Gómez de la Serna, es el lugar en que las ciudades mueren, como el mar en la playa "dejando tirados en la arena los restos casuales, los descartes impasibles, que allí quedan engolfados y quietos hasta que algunos se vuelven a ir en la resaca".

Pues bien, para las próximas elecciones municipales del 28 de mayo se ha abierto ese mercadillo de residuos, ese "rastro político" en el que "quedan engolfadas y quietas" esas "bestias", recuerdo del pasado, con su rastro alevoso de delación y de sangre. Una sangre vertida por una ideología etnicista, discriminatoria y segregacionista.

El problema de este mercadillo es que la marea ha arrojado a la orilla sujetos putrefactos que algunos actores políticos consideran todavía útiles para sus fines. Una funesta utilidad que usan para la humillación y la sumisión de las conciencias libres e igualitarias.

El problema de este mercadillo de sujetos tan deteriorados es que están muertos, pero ellos no lo saben. Y el problema de los que han resucitado a estos cadáveres políticos, aquellos que, acostumbrados al plagio, han querido remedar al irrepetible George Romero de La noche de los muertos vivientes, su problema, digo, es que han perdido esta vez el control de sus ocurrencias y más pronto que tarde, van a ser arrastrados por la marea a los basurales del olvido.