Contra todo pronóstico, los resultados electorales del 23-J han reflejado una amarga derrota conservadora, demostrando que la victoria en las municipales, tal y como señalé, había sido mucho más exigua en votos que en poder.
A pesar de ello, tan obvio ha sido el intento de Sánchez de explotar las altisonancias entre PP y Vox, como incomprensible lo voluntariosos que ambos se mostraron en encontrarlas. Un lastre autoinducido no por pactar, como denuncian con insistencia desde el centro centrado, sino por su incapacidad para colaborar con normalidad y discreción.
Conforme trascurrían los días de una campaña vacua, el leitmotiv viró del antisanchismo al antivoxismo mientras se discutía con insistencia sobre las demandas, soflamas y cargos de Vox gracias, en buena medida, a la perseverancia popular.
Es cierto que la ultraderecha no lo puso fácil, aupando a su artillería pesada y demandas maximalistas, pero también que el desgaste se generó tras conflictos como el extremeño y no con el rápido acuerdo valenciano. Es legítimo repudiar a Vox, pero, si por obligación aritmética lo asumes como socio necesario, ¿qué estrategia suicida es la que te lanza a estigmatizar a tu aliado potencial en lugar de ensalzar las medidas pactadas? ¿Qué consigues más allá de cargar de razones al PSOE, relativizando las tropelías de Sánchez al coincidir en situar a Vox como la principal amenaza?
Resulta esperpéntico como, con casi un 20% de paro, altas tasas de pobreza y abandono escolar y desidia crónica del Estado central, en Extremadura se declarase la alerta antifascista por cuestiones de género e inmigración. Sumisión incomprensible hacia los principales dogmas de la izquierda en la comunidad autónoma con menor tasa de inmigración de España (3%) y donde los asesinatos fluctúan entre 1 y 0. Pactarían, pero no sin antes colaborar decisivamente con la propaganda socialista que dibujaba a Feijóo como ese lobo con piel de cordero, dispuesto a imponer el pacto a cualquier precio.
El PP parece continuar creyendo en ese fenómeno de la mayoría natural, que caerá por su propio peso cuando las aguas diseminadas de la derecha vuelvan a los cauces de la casa común. Pero la política se basa en sueños, sino en realidades.
Hoy en día el PP apoya todas las propuestas del colectivo LGTBI y la legislación de género, no es partidario de restringir el aborto ni la eutanasia, no considera problemática la inmigración musulmana, defiende una economía social redistributiva fuertemente intervenida por el Estado, no busca rebajar en gran medida ni los impuestos ni el gasto público y justifica el decrecimiento económico encuadrado en la lucha contra el cambio climático. Planteamientos válidos, pero que lo sitúan en la esfera socialdemócrata, más cercano al PSOE y Sumar, que a Vox o al liberalismo.
Tal vez la falta de propuestas en esta campaña, fiándolo todo al antisanchismo, se deba más a su manifiesta incapacidad para diferenciarse de Sánchez que a una táctica política. Insistir en tu centralidad y moderación mientras impides a los españoles juzgar el valor de tus convicciones, denota una clara muestra de inseguridad. Y esta nunca es atractiva.
Al margen del estilo, ¿alguien cree realmente que las directrices principales de un gobierno de Feijóo serían muy diferentes del actual? ¿Creen que defenderá la lengua común alguien que impuso la inmersión lingüística y se jacta de "usar siempre el gallego en el espacio público"?
¿Potenciaría el Estado español en todo el territorio alguien autodefinido como "nacionalista moderado"? ¿Bajaría impuestos o eliminaría peajes quien ha situado a Galicia en la 12 posición del índice autonómico de competitividad fiscal? ¿Defenderá la libertad individual quien forzó la vacunación obligatoria mediante sanciones económicas y escarnio social? ¿Implementará una agenda conservadora quien considera el aborto "un derecho" y los privilegios de género "valores supremos"?
En una España con Cataluña y Euskadi es irreal aspirar a la estrategia andaluza. Más aún cuando ello depende de la lealtad del PNV o de ese mito tolkieniano de un "PSOE bueno", repleto de socialistas horrorizados con la deriva sanchista dispuestos a apostar por un PP centrado. Es evidente que, si alguna vez existieron, prefieren a Bildu antes que un PP descafeinado sujeto por Vox.
En un país polarizado, ofrecer como única propuesta expulsar al contrario tan solo ha servido para galvanizar el voto. Tal vez haya llegado el momento de devolver al partido al conservadurismo liberal, integrando de verdad a todo tipo de electores mediante soluciones sensatas a problemas reales.
Ayuso buscó reducir la influencia de Monasterio con un liderazgo novedoso y sin despreciar a Vox. Sabía donde estaban realmente sus potenciales votantes, y estos, a cambio, la encumbraron por su mensaje sencillo de sentido común.
Aunque bien mirado, tal vez los votantes también han premiado a Feijóo: ha ganado las elecciones, como quería, y no necesitará depender de Vox para gobernar, como buscaba.