El artículo 23 del Reglamento del Congreso que regula la cesión temporal de diputados entre partidos ha permitido, en la segunda quincena de agosto, que suceda un pucherazo en la más baja de las cámaras (permítaseme el previsible juego de palabras).

Aunque, ninguna de las vías posibles, contempladas en el mencionado artículo, licita el trasvase de diputados (trasvase ocurrido, por cierto, en plena canícula, mientras sus señorías -las de verdad- tan "agostito" se sacuden los calores en las concurridas playas disfrutando de sus merecidas vacaciones), la adolescencia de laxitud y ambigüedad del reglamento deja abierto el final a cualquier interpretación.

Si bien las estrategias de alianzas entre partidos son necesarias en el buen gobierno estas deberían de respetar la ley y hacer respetarla (¡ojo!, que el préstamo de diputados se hace a los independentistas catalanes) con el fin de un limpio apretón de manos.

Según las ciencias exactas, el recorrido más corto entre dos puntos es la línea recta, sin callejuelas ni calles sin salida que te sorprendan. Sin embargo, algún sentido ocultará las leyes inconcretas cuyas letras son tan pequeñas como difíciles de reclamar. Nada más lejos de la relación platónica entre la ética y la política impregnada del principio de que "la ciudad debe ser gobernada por sabios, justos y virtuosos gobernantes".

Pero ¿qué implica esta transferencia de legítimos representantes? ¿Una suerte de transfuguismo transitorio en aras de intereses espurios que nada tienen que ver con el arte de la política? ¿Un crédito con altos intereses prefijados? ¿Una malversación de fondos públicos? O todo a la vez y algo más.

En suma, ingeniería política al más basto estilo de "quien la ley hace, hace la trampa". Ergo bajo una espesa piel de cordero se descubre el lobo feroz del pucherazo que acaban de perpetrar, a plena luz del día a los inconscientes votantes-veraneantes.

¿Quién puede creer así en la democracia?

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