El PP, sin Champions ni Moncloa

Elías Bendodo, Alberto Núñez Feijóo y Cuca Gamarra.

Venía Feijóo a cerrar el telón de la época de Pablo Casado al frente del Partido Popular, así como a unir a un partido que se sabía hondamente resquebrajado, forzar al PP a aclararse las ideas, buscar el amén de Ayuso, y, en última instancia, ganar las elecciones generales. Sólo ha tenido éxito en la última. Pero hay equipos que pierden una Champions por un par de agónicos minutos, y políticos que, a falta de cuatro escaños, naufragan cerca de la orilla. Ambos carecen de algo: los primeros, de una orejona, y los segundos, de la posibilidad de cambiar su residencia de Os Peares a la Moncloa.

Respecto a lo de Pablo Casado y unir el partido, Feijóo fracasa porque siguen rodeándole muchos buitres casadistas, pretérita sombra de aquella tarde de atrincheramiento en Génova, cuando el Partido Popular madrileño pidió con brío la cabeza del joven palentino. Entre esas aves carroñeras, se encuentra Cuca Gamarra, mujer sin maldad en el alma pero seguramente leal a Casado en el fondo, pues en parte le debe el puesto. No enarbolará a Feijóo una razia, pero sí le resta prestigio e involuntariamente devora su liderazgo al frente del PP.

Tampoco ha logrado el expresidente de la Xunta que el partido haga trabajo de diván y de una vez por todas esclarezca a los españoles si es conservador, liberal, ambas cosas o ninguna de ellas. Por saber, a duras penas conoce que con Bildu uno no se sienta, y acertadamente invocan a Miguel Ángel Blanco. No obstante, pensaba reunirse el PP con el partido de Puigdemont; o no, quién sabe, porque Pons dice una cosa al ocaso y Sémper otra al alba. Al menos se terminan aclarando cuando el prófugo exiliado en Waterloo exige con pelos y señales "amnistía y autodeterminación"… ¿esperaban acaso que Junts les regalara el Gobierno de la nación a cambio de un Pacto Nacional del Agua y otro para con las familias?

Aunque el PP, en la línea de su trágica historia reciente, no se aclara ni con los nombres. No sabe si elegir a Ayuso o a Mañueco, como igualmente, entre Cuca y Cayetana, tampoco sabe vislumbrar cuál es la opción más sabia. Mientras, Alejandro Fernández no parlamenta, tampoco perdona benévolamente, sino que vía Twitter prácticamente degüella en pocos caracteres a todo aquel que en el partido piense que con Junts se puede uno tomar un café. Y a anunciar, con razón, que el PP catalán se suicidaría políticamente si Feijóo aceptara reunirse con quienes en la Cámara Baja, antes de ofrecer una rueda de prensa, zafiamente apartan la bandera de España.

Y en tercer lugar, Feijóo tampoco ha logrado el beneplácito de Ayuso. Al menos no en su totalidad. La presidenta de la Comunidad de Madrid cierra filas en torno a su presidente y aclara que ya existe una probada paz entre ella y Génova, previa colleja y oprobio a Feijóo sentenciando a su amigo Urkullu por ese impúdico discurso en el que el Lehendakari ensoñaba ya con una reinterpretación de la Constitución para avanzar hacia una España federal, que indudablemente pergeña una nueva Primera República; una que podremos grabar y documentar iPhone en mano. Se le atribuye a Mark Twain eso de que "la historia no se repite, pero rima".

En suma, tan cierto es que Feijóo es un hombre trufado de seriedad como que el gallego está más perdido que una horda de mosquitos cuando agoniza el verano: sin rumbo claro, perdiendo el norte y sin saber si ofrecerle un pacto a Abascal, Sánchez o directamente a Puigdemont.

Hay equipos que, habiendo perdido la final de la Champions, deciden rearmarse para volver a intentarlo de cara a la temporada venidera. Otros, sin embargo, apuestan por seguir llorando aquel penalti que no entró. Es una decisión sólo al alcance del propio PP: añorar un escaño por año que dure una nueva legislatura Frankenstein de Sánchez o levantarse por si en unos meses los Reyes Magos, a modo de regalo, les brindan una segunda oportunidad para triturar al presidente, no por frecuentar el Falcon sino por estarle buscando un encaje constitucional a los precisamente inconstitucionales designios de un prófugo que se ríe de todos los españoles; especialmente de aquellos que duramente llegan a fin de mes y ven como el maldito litro de aceite ya sobrepasa los diez euros.