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Si Sánchez hubiera nacido Borbón

Raúl R. Méndez
Publicada

Pedro Sánchez lo que le hubiera gustado en realidad es haber nacido Júpiter en la Antigua Grecia, Ra en el Egipto de Cleopatra. Haber diseñado, travestido de platónico arquitecto del mundo, de demiurgo peronista del sistema político, un mundo a su medida.

Un país sin constitucionalistas, lectores o votantes de Ayuso; sin suscriptores de EL ESPAÑOL, juristas que crean en la inconstitucionalidad de la amnistía o directamente sin conservadores ni monárquicos. De liberales ni hablamos.

O en su defecto haber escrito él la Constitución del 78 en una sola frase que bien podría resumir su proyecto político: "Será constitucional lo que al nimbado y excelentísimo señor Pedro Sánchez Pérez-Castejón (yo) le parezca bien en cada momento, los artículos de esta serán sucesivos extractos obtenidos de Manual de Resistencia (mi libro), y de ahora en adelante funcionará este último a modo de Carta Magna del Reino hispano-sanchista (el país en que con férrea mano dura gobierno)".

Porque Pedro Sánchez, al cabo, es un arquetipo. Se le conoce bien, de antemano, por esos fatuos andares de sentirse más importante que la Princesa de Asturias, la Reina, Adolfo Suárez, Felipe González, Rafael Nadal… e incluso que el mismísimo Felipe VI de Borbón.

Es de esos tipos zafios que, en el instituto y para conseguir los votos suficientes para salir investido delegado, inmoralmente y por cuestiones de aritmética se ponía del lado de quienes a fuerza bruta robaban el bocadillo pero nunca apoyaba al de los robados. Como ahora se toma más veces el vermú con golpistas, prófugos de la justicia, independentistas y comunistas que con la decencia de Feijóo y aquellos que abogan por coronar a Leonor de Borbón.

A Sánchez, como a los peores autócratas de la historia, lo que en realidad le falta es una corona y un trono mullido en que sentarse en esas tardes en las que no sabe si conferirle más derechos a un topo de cola peluda que a un neonato español, o quizá amnistiar golpistas a golpe de peine advirtiendo su belleza en el cristalino reflejo de su espejo en la Moncloa. "Espejito, espejito… ¿quién es el político más guapo del reino?". Y se enfada si el espejito le contesta que Feijóo.

Lo que se le queda corto, claro, es la Moncloa, porque sin dudarlo un solo instante la cambiaría por vivir en Zarzuela, presidir la NASA, ganar el premio Nobel de física, ocupar la Casa Blanca o ser una famosísima estrella de Hollywood. Y lo que lamenta es trabajar como primer ministro y no haber nacido para monarca, quizá uno de los Austrias, anhelando ser Felipe II, aunque se conformaría con haber ostentado el imperio de Carlos I y V de Alemania.

Lo que habremos de celebrar, Iones Belarras inventándose la Tercera República aparte, es que la heredera al trono sea doña Leonor y nunca un tipo que en la víspera de la jura de la Constitución por parte de la Princesa de Asturias envió a su tercero a negociar una investidura con Carles Puigdemont; amnistía, impunidad y soterramiento del Estado de derecho incluidos en el cóctel.

A España, al final del día, lo que le restan son resquicios de esperanza desde que Leonor, en un rutilante blanco esperanzador y de un plumazo, revitalizara el otro día la Constitución. Y desde que Pedro, gracias a Dios, nació Sánchez y no de Borbón.

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