Es de agradecer que la plana mayor del PSOE haya superado ya el retraimiento con el que se abordaba la cuestión de la amnistía. Porque si algunos todavía dudaban de la amplia decadencia y podredumbre que circunda la política, en los nuevos pactos de gobierno tienen otro botón de muestra.
Quiero creer que algún socialista entusiasta aún confiaba en los principios ideológicos de sus dirigentes, principalmente en lo relativo a la inadmisibilidad de esta ley de amnistía, cuya inconstitucionalidad durante tantos meses defendieron. Sin embargo, la infatigable querencia del secretario general del PSOE por permanecer en el cuadro de mandos del poder hace negatorio cualquier hálito de esperanza.
No se trata ya de una cuestión jurídica que exija acudir a nuestra Carta Magna para determinar su adecuación a nuestro sistema constitucional. Estamos, antes bien, ante una medida política que merece su desaprobación por ser contraria al tratamiento de la amnistía como operación practicable en contextos transicionales.
Desde luego, uno de los indicadores de legitimidad que mueve a la adopción de una ley de amnistía es que ésta sea democrática y se adopte para favorecer la reconciliación entre diferentes actores políticos. El fin último de la amnistía, como ha tenido a bien señalar el Tribunal Constitucional, consiste en suprimir los efectos de una legislación que se considera vulneradora de los valores sociales que un nuevo ordenamiento jurídico pretende proteger. De modo que, en cualquier Estado de derecho que se precie, esta limitación excepcional en la aplicación de las normas sólo cabe si se pretende alcanzar una reconciliación intraestatal en un contexto de justicia de transición.
Por tal razón, la decisión de amnistiar no debe ser otra cosa que un verdadero gesto de pacificación que busque restablecer el curso normal de los acontecimientos, y no una operación ejecutable exclusivamente por razones de aritmética política. Lo anterior, claro está, siempre y cuando España quiera asemejarse a las democracias de nuestro entorno y no un régimen que haga un uso abusivo del derecho de gracia. Ante estos hechos, la obligación moral de todo demócrata es rechazar a radice cualquier supuesto de quid pro quo o concesión de amnistía a cambio de asegurar la gobernabilidad de España.
En primer lugar, porque no concurre ningún presupuesto que admita la aprobación de una ley de amnistía. No se pretende ni la consecución de una pacificación real, ni la consolidación de nuevos cambios democráticos. Y digo que no se procuran tales intenciones porque, de haber sido así, este objetivo, o bien se hubiera adoptado en pleno mandato de gobierno, o bien hubiera figurado en el programa electoral del PSOE a las elecciones del 23-J.
Ningún miembro del Gobierno se hubiera mostrado tan recalcitrante en su negativa a aprobar una amnistía a los líderes del procés. Recordemos que el propio Pedro Sánchez llegó a rechazar la posibilidad de aprobar una ley de amnistía solo veinticuatro horas antes de la cita electoral.
Tampoco busca este Gobierno proyectar un gesto de reconciliación definitiva entre el independentismo y el Estado, en la medida en que la aprobación de la ley de amnistía por sí sola ―sin el reconocimiento explícito del derecho de Cataluña a la autodeterminación, como pretende el independentismo― no es más que un parche que no consigue eliminar posibles y futuros procesos de secesión unilateral. El mismo Carles Puigdemont, una vez sellado el pacto con el Gobierno, rechazó la posibilidad de renunciar a la vía unilateral.
Sin embargo, la demostración más clara e irrefutable de que no se trata de una medida que pretenda la consecución de una convivencia social la encontramos en el círculo de sujetos beneficiados por la amnistía. El hecho de que el PSOE haya acordado con Junts per Catalunya la constitución de comisiones de investigación dirigidas a identificar posibles supuestos de "lawfare" ajenos al procés no hace más que evidenciar que la norma acordada supone un vehículo de impunidad política.
Si, por algún motivo, la mayoría de la investidura se resquebrajara en los próximos meses y el PSOE necesitara urgentemente dar continuidad al mandato de Pedro Sánchez, nada obstaría para que en las mentadas comisiones de investigación se incluyeran las condenas a Laura Borràs, Gonzalo Boye o Jordi Pujol como supuestos de "lawfare" susceptibles de ser amnistiados.
La aprobación de esta amnistía sienta un peligroso precedente, a saber, la posibilidad de que queden en el olvido hechos delictivos protagonizados por políticos de cualquier laya por la simple necesidad de obtener rédito electoral directo. Aplicar esta ley a una situación disfuncional a los fines de la institución y en pleno proceso de investidura no es más que un elemento catalizador de votos que pone seriamente en jaque el principio de separación de poderes.
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