Hoy me gustaría aprovechar la recién votada investidura de Pedro Sánchez para invitar al lector a emplear los tres o cuatro próximos minutos en llevar a cabo un ejercicio de imaginación.
Partamos de la situación actual: nos encontramos días después de la exitosa investidura de un candidato a la Presidencia del Gobierno, que ha cosechado una mayoría parlamentaria en la primera votación gracias al apoyo de la cuarta fuerza política de nuestro país así como el de todos y cada uno de los partidos separatistas.
Para obtener los votos necesarios, han hecho falta arduas negociaciones que han propiciado algunos cambios en el guión discursivo de la fuerza que aspira a gobernar. Uno de esos giros argumentales, el más notable, ha sido el de aceptar conceder la amnistía a todos los procesados por delitos relacionados con el separatismo en Cataluña, gracias lo que ha obtenido los votos que le faltaban para reeditar su mandato.
Bien, hasta ahora todo esto no es difícil de imaginar porque ha sucedido y toda la sociedad civil lo ha presenciado, algunos con estupor, otros con apatía y unos pocos con euforia.
Sitúense ahora en el día después de que Pedro Sánchez jure su cargo –sin reírse– como presidente del Gobierno. Hasta el momento se han sucedido manifestaciones, la mayoría de ellas pacíficas, en contra del pacto en el que se compromete el PSOE a amnistiar a los encausados por el procés.
Pero, imaginen que a partir de ese día, ya con un nuevo Gobierno al frente de nuestro país, aquellos reaccionarios que han enturbiado las protestas en las últimas semanas comienzan a agruparse. Asumamos que alguien se postula como líder de todos ellos.
No es tan extraño, ¿verdad? Y pongámonos en la situación de que ese líder funda un partido político que en los próximos años, por vías democráticas, alcanza una determinada representación institucional en la mayoría de autonomías y municipios de nuestro país. Visualicemos a aquellos que hoy aparecen en los telediarios frente a la sede de Ferraz y cuyas caras desconocemos por ir cubiertas con pasamontañas.
De pronto, se ven representados gracias a su voto por un ciudadano legítimamente electo, y este les promete que España volverá a ser una, grande y libre. Gracias a pactos legítimos y democráticos, este partido alcanza consejerías, concejalías y preside algunos parlamentos autonómicos. Su discurso, inicialmente conservador, va adquiriendo formas cada vez más reaccionarias.
Aseguran que retomarán unos valores tradicionales perdidos en una sociedad manipulada por un Gobierno al que califican de criminal. Hacen suyos axiomas del pasado, ya superados hace tiempo, y los sacan a flote.
Dicen, por ejemplo, que para que el proyecto de la España en la que creen se lleve a cabo, sería necesario que Cataluña y el País Vasco dejasen de ejercer control sobre la soberanía de todos, la del pueblo español, y que son las propias instituciones centrales las que no dejan de adaptar el rumbo de todo un país al anhelo separatista. "Nos quitan el dinero que es de todos los españoles", dicen una y otra vez en sus intervenciones. Recolectan aplausos y van, poco a poco, tiñendo de rencor el mapa.
Este partido, que ya ostenta parte del poder en muchos gobiernos regionales, comienza a malversar dinero de las arcas públicas para financiar un proceso al que bautizan como El renacimiento de la nación. Y, contrarios a la violencia según responden cada vez que se les pregunta, hacen uso no solo de sus canales de difusión, sino también de los medios institucionales, e instan a sus seguidores a movilizarse con formas no del todo democráticas.
Se empiezan a denunciar algunos casos de acoso en los colegios a catalanes y vascos residentes en otras ciudades de España. En los libros de texto se promueven modelos culturales obsoletos, y algunas ilustraciones muestran, por ejemplo, a mujeres cocinando mientras sus maridos llegan de trabajar. Poco a poco, comienzan a aumentar las agresiones machistas y homófobas. La imagen supremacista del hombre español, blanco y heterosexual vuelve a estar de moda incluso entre los más jóvenes.
Desgraciadamente, en los medios de comunicación no se habla de estas prácticas ya que los consejos de administración de las televisiones y radios públicas se han impregnado de directivos afines a esta ideología. Parte de la sociedad cree que va por la senda adecuada. Se suceden las manifestaciones contra el Gobierno central, alentadas desde diferentes sedes regionales de la soberanía popular, y la violencia enardece paulatinamente las calles.
Alguna cámara despistada capta a un grupo de jóvenes quemando una ikurriña mientras ondean banderas preconstitucionales. El vídeo se hace viral y parte de la sociedad lo denuncia, recibiendo como respuesta el silencio cómplice de sus propios dirigentes, los que en teoría deben velar por la convivencia y la igualdad de todos. Algunos territorios acaban siendo lugares de vida hostil para aquellos que no comulguen con la teoría del renacimiento de la nación.
Un tiempo más tarde, cuando la oposición lleva a los tribunales la mala praxis política de esos Gobiernos regionales y algunos representantes se ven cercados por la justicia, el líder nacional del partido comienza a señalar a jueces, funcionarios, policías y guardias civiles alegando que trabajan para el estado opresor que se ha rendido a Puigdemont, Aizpurua, y demás líderes separatistas que lo único que buscan es disolver la unidad nacional.
Invitan a sus adeptos, dirigiéndose a ellos y dándoles la categoría de pueblo español, a desobedecer toda ley considerada contraria a los intereses de España, aquella en la que ellos, una minoría que se dice patriota, creen. Y deciden, fruto de su fracaso argumental, declararse en rebelión, y tras ello llega una insurrección popular que enfrenta a ciudadanos de un mismo territorio.
Se cometen atentados, revueltas violentas y demás actos antidemocráticos que acaban por colocar a España al borde de un caos político e institucional. El Gobierno central, dotado de capacidad legislativa y amparándose en los valores constitucionales, toma cartas en el asunto y decide actuar contra los instigadores de esta situación. Se intervienen las autonomías en las que gobiernan, se persigue a sus líderes, se les juzga y se les manda a prisión, todo ello acorde a la legislación vigente, quedando el orden restaurado.
Sin embargo, ese partido sigue existiendo y surgen nuevos líderes, con menos poder y voz pero con un discurso igual de reaccionario y dañino. Al cabo de unos años, el brazo político renovado de ese movimiento consigue alcanzar nuevamente una representación institucional que resulta ser clave para otorgar el poder a otro candidato diferente a Pedro Sánchez. Y, de buenas a primeras, toda su historia delictiva se olvida, se cierran procesos judiciales pendientes y sus líderes originales salen de prisión.
A cambio, el nuevo candidato logra ser investido, pesando sobre su espalda una agenda cuyas consignas principales son la desigualdad y el odio encubiertos. Y lo acepta sin pestañear, según dice, por el bien de España.
Ahora, invito al lector a preguntarse cómo reaccionaría si esta situación resultase ser una realidad en los próximos años.
Esto no va de bloques, sino de salud democrática.