El falso prisionero

El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, este miércoles en el Congreso con motivo del Día de la Constitución. Borja Sánchez-Trillo EFE

Estamos dando por sentado que Sánchez se ha rendido con armas y bagajes al nacionalismo y al comunismo porque no había otro camino para satisfacer una enfermiza ambición personal de seguir presidiendo el Consejo de Ministros. Cada día tengo menos claro que sea así.

Más bien creo que nuestro personaje encierra unas ambiciones que van bastante más allá de la Presidencia del Gobierno, aunque esta lleve aparejada ahora mismo la de la Unión Europea y le convierta, si bien por un breve lapso de seis meses, en uno de los cinco o seis políticos de mayor rango mundial, al menos sobre el papel.

Pienso que por un lado está, más incluso que la ambición personal, la absoluta incapacidad para aceptar ser derrotado por la derecha: antes muerto que ser desalojado de La Moncloa por los partidos conservadores o liberales (ya, esto último no existe en España, pero para entendernos). E incluso, antes muerta la democracia que admitir que él, el líder máximo, pueda ser desbancado por la derecha. Y eso, cuidado, es compartido por buena parte de su electorado. No olvidemos nunca que un socialista y un comunista son eso, socialistas y comunistas antes que demócratas. La democracia es un instrumento para ellos, porque tienen un proyecto político del que la derecha carece.

Ahora bien, más allá de ese prurito personal, Sánchez abriga sin duda un plan más ambicioso, que pasa por el advenimiento de su mano de la Tercera República, que por supuesto presidiría él. Eso sí sería pasar a la historia, hito que no permite una rutinaria presidencia del consejo de ministros en un régimen de normal alternancia democrática entre partidos razonablemente moderados, como sucede en los países más prósperos de nuestro entorno.

¿Por qué se lanza entonces Sánchez en manos de los separatistas vascos y catalanes y de los comunistas? Sencillamente, porque ahora mismo hay un trecho del camino que pueden hacer juntos. Sánchez aborrece al PNV y a Junts: sabe que son partidos esencialmente conservadores, supremacistas y con un punto xenófobo, pero ahora mismo hay una etapa de la ruta que puede hacer con ellos. Se necesitan mutuamente para alcanzar lo que para él es la meta y para sus compañeros de viaje una simple victoria de etapa.

Una vez alcanzado ese objetivo, que es la abolición de la Monarquía y la proclamación de una república que lógicamente sería federal, será el momento de ajustar cuentas y entenderse con los levantiscos catalanes y vascos, que tendrán que sopesar hasta qué punto les conviene realmente la independencia (los vascos, por ejemplo, son incapaces de cubrir un sistema de pensiones público propio) o les vale más seguir formando parte de una confederación ibérica de repúblicas con todas las ventajas de la unión y ninguno de sus inconvenientes. Independientes de facto, en suma: con derechos, pero sin obligaciones.

Es más, estoy convencido de que, para reafirmar sus designios, Sánchez acabará convocando referendos en las regiones con aspiraciones independentistas… ¡para ganarlos! ¿Imaginan a los partidos de la derecha, o lo que de ellos quede, negándose a pedir el voto negativo a la independencia, por muy ilegítima que les parezca la consulta? Pues entre sus votantes y los del partido sanchista (poco queda ya del viejo PSOE en que la S correspondía a socialista), más la errática trayectoria de los comunistas con sus diversos pelajes, triunfo asegurado.

Créanme: tenemos Sánchez para muchos años. Ya tiene acreditada su capacidad para retorcer las leyes, la constitución y la independencia de la justicia. Con todos esos instrumentos en su mano, poco va a poder hacer la oposición. Les espera una travesía del desierto que puede que no sea larga, sino permanente.