Gregorio Marañón: mi vida es amor a España

Gregorio Marañón. Joaquín Sorolla

Me refiero a Gregorio Marañón y Posadillo, para distinguirlo de su hijo Gregorio Marañón Moya y sobre todo de su nieto, felizmente presente, Gregorio Marañón y Bertrán de Lis, de quien leí en este periódico un entrañable retrato debido a Luis María Anson. Yendo al tema, Gregorio el Grande, o Gregorio Magno, nació el 19 de mayo de 1887 y falleció el 27 de marzo de 1960. Vaya, sus amigos Unamuno y Ortega murieron con su misma edad: 72.

No recuerdo en cuál o cuáles de sus escritos afirmó que "mi vida es amor a España". Lo importante es que el médico-historiador contaba que no hay palmo de nuestra patria que no hubiera recorrido, con el fervor y curiosidad de un viajero, ¡no turista!, siempre con su conciencia histórica alerta a la búsqueda de las entretelas del país.

Tras su extenuante labor médica (hospital y consulta privada) le gustaba acudir en aquellos fines de semana de entonces, los supongo más cortos que los actuales, a su cigarral toledano Los Dolores, nombre en honor a su amada esposa Lola Moya, que tanto lo ayudó en su correspondencia y obras históricas, labor callada.

Centraré el artículo en unos pocos puntos.

Primero, la enseñanza, el ámbito donde se mostró como un adelantado a su tiempo… y al nuestro. Así, lo principal de un maestro (su término predilecto para todos los niveles docentes) es la claridad. Unas cuantas nociones y después departir con los alumnos, sin "camaradería confianzuda", enseñarles modos de conducta, etcétera. Si denunció que en los claustros universitarios estaba enquistado el último reducto del clásico caciquismo español, fue porque amaba la Universidad.

Contrariamente, su idea de la mujer descubre al Marañón más alejado de la mentalidad actual. No es que le adjudicara un rol pasivo, sino que creía que el mundo del trabajo fuera del hogar era más propio del hombre. Y, se preguntarán las lectoras, ¿no es ése un papel pasivo, secundario? Para él no. Verdad es que los varones gobiernan el mundo, pero las mujeres gobiernan a los hombres (algo así expresó).

Devoto de la amistad, la definió como "el primer grado de parentesco". Consideró las sobremesas entre amigos lo mejor de la vida. Y que no faltara el buen vino. ¿Extraño en un galeno? No, porque, perspicaz espeleólogo no sólo del cuerpo, sino también de la psique humana, conocía su valor lenitivo, sobre todo para la doliente humanidad de tiempos pretéritos. Encuentro toda una loa humanística del consuelo vinícola a lo largo de su obra. ¿Pernicioso? Únicamente llegado el momento en que se hace imposible decir "no".

Admirador de Portugal y Francia, respetó la independencia lusa y vio en la "tierra mollar" gala el regazo acogedor para muchos exiliados del mundo, entre ellos él mismo tras su huida de Madrid en diciembre de 1936. Precisamente en una de sus innumerables metáforas médicas definió nuestras guerras civiles así: "hemofilia nacional hereditaria".

Laín Entralgo, para mí su mejor biógrafo, estableció las cuatro fases de su aportación a la Historia, desde obras como Ensayo biológico sobre Enrique IV de Castilla y su tiempo y otras, en las que sobresalen sus conocimientos médicos, hasta la monumental Antonio Pérez, donde anota al Marañón más historiador. Cierto es, aunque creo que el ojo clínico del doctor está presente en todas sus obras históricas, de las que, además, emana la que Laín llamó "intención salvífica", es decir, su análisis benévolo para con la mayor parte de los protagonistas históricos que estudió, señaladamente para con Gaspar de Guzmán, conde-duque de Olivares, valido del abúlico Felipe IV.

¡Toledo! En el remanso de paz de su cigarral redactó buena parte de su obra, algo casi inexplicable en un hombre tan ocupado, un "trapero del tiempo". No sé cómo se las apañaba, con la cantidad de visitas que recibía, entre otras muchas las de Unamuno y Lorca. Casi al final, y ante su biógrafo Marino Gómez-Santos, exclamó: "¡Toledo, luz de mi vida!"

Quiero terminar destacando que tuvo un gran dolor al repasar ciertos momentos de su existencia, pero que lo superó y quedó, lo dijo él, con la conciencia tranquila para siempre.