Dicen, que vivimos en una época de paz y prosperidad. Seguramente, si vuelven a preguntar, ahora solo dirían lo primero, paz. Aunque siendo sinceros, tampoco sería cierto, no tenemos ni lo uno ni lo otro. Aún así, el empeño que se oprime en proyectar una imagen irreal es, cuanto menos, a partes iguales entrañable e indignante. Prácticamente, tenemos activas en nuestro renqueante en torno a medio centenar de guerras; no es moco de pavo.
Recordemos, vivimos en una época de paz. Porque seamos francos, quien se muere en estas guerras, a excepción de un par la cuales hay que coger con pinzas, no es gente ni occidental ni blanca y, por lo tanto, no importan lo más mínimo. Quién lo iba a decir, Occidente discriminando incluso en la muerte.
Con esto, nos dan a entender que hay conflictos de segunda y primera categoría. Conflictos que importan más, conflictos que importan menos y, por descontado, conflictos que no importan en absoluto. No obstante, aquellos que sí que parecen importarle a occidente, tampoco es que lo hagan en demasía y el interés ralla más en lo económico que en lo humano. Vendemos valores antes de probarlos.
¿No intervenimos por miedo a una hecatombe nuclear o por miedo a perder ingresos y el favor de unos u otros? Señalamos, sancionamos, olvidamos.
Hemos ido evolucionando como sociedad hasta el punto en el que no nos afecta la muerte ajena. No vayamos a caer en el error tampoco de que el nuevo ser humano es insensible del todo. Si pensamos en las muertes que tienen relación directa con el individuo –amistades y familiares-, es decir, con nosotros mismos, la muerte es otra cosa. No obstante, no nos podemos engañar tampoco, la muerte ha perdido su misticismo, su valor por decirlo de alguna manera.
Hoy en día, en casos generales, quien muere, evidentemente, muerto está. La cosa se queda ahí. Hemos pasado de ser sociedades que rinden un culto absoluto a sus muertos, a vivir un momento en el que se ha establecido el relato de pasar página porque es lo que X (el muerto) habría querido. A los pocos meses, con suerte unos pocos años, las tumbas empiezan a verse desnudas, el color florido que las adornaba deja paso al mármol en el mejor de los casos y, en el más corriente, a la piedra con nombres anónimos escritos en negro.
No obstante, martirizarse con la muerte de un componente de nuestros círculos, por muy querido que sea, no es sano; eso dicen. Aún así, cómo pretendemos darle valor a la muerte si la que nos toca de cerca la relegamos al olvido en cuanto podemos. Si a ello le sumamos, que cada día estamos recibiendo estímulos sobre la muerte en forma de televisión, cine, literatura y derivados, nos encontramos en un momento en el que de tanto pensar en ella, hemos dejado de darle valor, hemos dejado de temerla. Sencillamente, podríamos afirmar lo que se acaba de decir sin miedo al error.
La muerte es tan cotidiana que ya no da miedo, asusta, es como un sonido estridente en medio de una película de terror; te asusta porque hace mucho ruido y no te lo esperabas, pero no da miedo, pues este es otra cosa. No debemos vivir atormentados pensando en la muerte, pero sí debemos tener en cuenta que lo que nos permite ignorarla, es precisamente que estamos vivos. Como ciudadanos anónimos, lo único que generalmente nos evita el trago de trascender mediáticamente es el hecho de estar vivos.
Estamos tan convencidos en el individualismo, en el yo y los míos, que hemos olvidado que sin todo lo demás, todo lo que está lejos, no habría un cerca. Estamos en un mundo hiperconectado, es más sencillo tener un amigo a miles de kilómetros que atreverse a pedirle azúcar al vecino porque nos da ansiedad social. No obstante, nos da exactamente igual lo que pase.
Porque sí, nos gusta estar informados, pero nos da exactamente igual ya que cuando apaguemos el televisor o el ordenador, nuestra vida va a seguir siendo exactamente igual. Quizá es hipócrita hacer un juicio de valor sobre este aspecto del ser humano, pero sería igual de hipócrita decir lo contrario. Si no nos diera igual, se haría algo. Pero para ello, debemos dejar de actuar por el interés y movernos más por el miedo. No hablo del miedo a perder nuestros tan amados valores occidentales, no, hablo del miedo a perder lo único que nos diferencia de un cactus: la humanidad.