Así que ahora nos ha escrito otra carta. Qué tío. Es un genio incomprendido, sinceramente. Un titán que se arriesga y salta al vacío siempre en busca de la victoria, un ajedrecista de alto voltaje. Tiene a su mujer imputada, citada a declarar por presuntos delitos de corrupción en los negocios y tráfico de influencias, y viene a vendernos humo en una misiva gris: que todo esto es culpa de Milei, Abascal, Feijóo, Le Pen, Trump, Hitler, Franco. Del Real Madrid por atreverse a fichar a Mbappé y ganar la Decimoquinta y de Novak Djokovic porque en su día eligió no vacunarse.
Pedro realiza esta maniobra de estratega militar galoneada como si nos importaran un ápice sus soliloquios de medianoche etílica, cual si fuéramos a perder nuestro preciado tiempo en leérsela. Tiene el ego tan sumamente inflado por esos ministros de rodilleras desgastadas, los perros fieles en palabras de Teresa, que ha alcanzado ya el punto irreflexivo en el que piensa que su vida personal y sus problemas importan más incluso que la nuestra. Que él y su ombligo mandan por encima del mercado inmobiliario, la inflación, los partidos de Carlos Alcaraz y todas esas cosas que carecen de importancia para los españoles si les escribe Pedro.
Ahí ya no hay vida, bares que cerrar ni cervezas que ir trincando: hemos todos de confinarnos en busca del diván, obligados a leer a este barato Romeo letraherido. A ver qué quiere contarnos el presidente, por Dios, faltaría más. El país debe paralizarse. Qué le habrá pasado ahora.
Les ahorraré la melosa selección de sustantivos de telenovela, la sintaxis gélida y preescolar, la prosa soporífera y recargada de adjetivos pomposos, anacolutos como churros, comas que separan sujeto y verbo y estructuras gramaticales sin sentido alguno: lo que viene a decirnos el presidente es que por encima del Estado de derecho, es algo obvio, están él, el puto amo, y su esposa. Que un juez ha decidido citarla ahora, porque se acercan las elecciones y miren ustedes cómo prevarica, pero que conste en acta que se lo dejo a su juicio. O sea, la guerra: aquí estoy yo, aunque sea sin leyes ni presupuestos, y no me echáis de aquí ni con agua hirviendo, fascistas. ¡Fachosfera! ¡Fango!
Prefiere, dice, estar tres años más sin ley alguna, sin cambios, el país congelado y la economía más de lo mismo, mientras va prorrogando presupuestos, enganchándose al poder con una cuerda a lo Indiana Jones, y en Sumar ya chillan porque no bajan las hipotecas y así no hay Dios que les vaya a votar. Esa es su triste realidad diaria: que salvo la ofrenda a Carles no puede aprobar ni una mísera norma más. Lo sabe y está muy desesperado.
Lo peor del mensaje jeroglífico, esta vez escasamente romántico, es el trasfondo tenebroso y profundamente maquiavélico. Pedro cree que su mujer y él han escalado ya a la altura de institución, de reliquia legendaria o de deidad demiúrgica a la que conviene rezarle un padrenuestro cada noche. Que son intocables, etéreos, muy distintos al resto de los españoles; que la pareja del año merece por fin la impunidad soñada. ¡Maduro!
Quizá Pedro hasta se haya leído por fin aquel clásico de Orwell, sin retener la gramática pero sí el autocrático mensaje: todos los españoles somos iguales ante la ley, pero algunos, de ahora en adelante, véase el presidente y la presidenta del Gobierno, o el amnistiado por la gracia de siete votos, son más iguales que otros.