Mucho se ha dicho, poco se ha concretado internacionalmente y casi nada se sabe de lo que terminará pasando en Venezuela, a casi un mes de realizadas las elecciones presidenciales. Mientras tanto, el país se sigue desgarrando institucional, económica y socialmente, al límite de la deshumanización.
Hasta ahora, nada ha cambiado desde la sociedad internacional respecto de este país: los gobiernos democráticos y los organismos del mundo occidental siguen esperando lo mismo que al día siguiente de las votaciones del 28 de julio: que se publiquen las actas, de manera oficial, porque de hecho ya el comando de la oposición ha hecho accesibles sus copias mediante una web.
Pero ¿hasta cuándo se seguirán pidiendo las actas y, además, al órgano electoral que el gobierno controla, que anunció unos resultados falsos y que proclamó rápidamente a Maduro como el ganador?
Es engañosa la lectura que se hace desde algunos países e instituciones internacionales, en cuanto a que esta faceta poselectoral de la larguísima crisis institucional venezolana puede aguantar hasta el 10 de enero, cuando constitucionalmente el nuevo presidente debe tomar posesión del cargo. Hoy en día, Maduro está demostrando con hechos que no va a traspasar el poder nacional en una transición ordenada y pacífica.
Su arquetipo cognitivo o conductual es el de la enemistad radical o existencial, el mismo que guía a Putin en Rusia. No ve a sus contrarios como rivales o adversarios; actúa con la fuerza o la violencia. Su estrategia es atemorizar hasta callar las voces y detener las acciones disidentes, lo que hace imposible siquiera el diálogo y menos la negociación entre un gobierno saliente y otro elegido, como es la normalidad en cualquier país de mínimos democráticos.
La deseable reconversión democrática de Maduro, de los militares, de su partido y colaboradores más cercanos, no fue y no será. Por supuesto, ese escenario de reinstitucionalización, a pesar de su poca probabilidad, era en el que creíamos y queríamos que ocurriera. Las encuestas anticipaban una victoria por amplio margen del candidato opositor, a quien, por desconocido e inexperto político, el gobierno subestimó y sí le permitió inscribir cuando expiraba el plazo de postulaciones.
Fue ilusorio pensar que, sabiéndose derrotados electoralmente, los jefes maduristas estaban preparándose para pasar a la oposición, para lo cual hubiese sido imprescindible un acuerdo poselectoral que restableciera las bases de la convivencia política y gobernabilidad democrática. Optaron por el fraude, por más autoritarismo, y es muy difícil pensar que abandonen ese camino. Solo un quiebre interno, que tiene de momento una bajísima posibilidad de que se dé, podría marcar un punto de inflexión.
Mientras los representantes de la política internacional se mantienen en sus gestos de apoyo y siguiendo el protocolo de solicitar al gobierno venezolano la publicación oficial de las actas –cuyo plazo ya venció-, el madurismo sigue su ofensiva militar, policial y pseudolegal contra los opositores y periodistas; nuevos migrantes salen del país, más censura se impone a los medios y las empresas se retraen por la inestabilidad y la incertidumbre.
Desde afuera, se sigue interpelando a una instancia electoral disfuncional y parcializada que hasta el propio Maduro marginó, cuando pocos días después del 28 de julio recurrió al Tribunal Supremo, que también controla, para que ahora le sentencie como ganador de las elecciones y, además, con la cualidad de cosa juzgada. Es dramático y ciertamente difícil de comprender en cualquier país democrático, por muy imperfecto que pueda ser su régimen, que en Venezuela no hay salidas institucionales internas al actual conflicto poselectoral y que su democracia finalmente colapsó.
Si la expectativa externa es forzar a Maduro a negociar una transición, el tiempo le juega en contra. Cada vez más presión de opinión pública, internacional e internamente, legítima pero no vinculante, contribuirá a ese propósito, pero se necesita más. Para poner en evidencia el fraude electoral del candidato oficialista, no basta con insistir en que se cuelguen las actas en la web oficial del organismo electoral venezolano.
Lo que urge es auditar los resultados electorales con una verificación internacional y la anuencia del actual gobierno. Un paso inmediato sería conformar una comisión o un grupo de técnicos y expertos electorales, con los que cuentan todos los países y organismos internacionales del mundo democrático, y comenzar a persuadir a las partes de su pertinencia y de la obligatoriedad de observar sus conclusiones. EE. UU., por su liderazgo hemisférico, España, por sus vínculos históricos, Brasil y Colombia como vecinos, y China, con sus deudas por cobrar, están llamadas a la labor.