El 15 de abril de 2019, un gran incendio destruyó parcialmente la parte superior de la catedral de Notre-Dame de París. Para regocijo de la cristiandad, ha sido reconstruida tras cinco años de obras, y el famoso monumento ha reabierto sus puertas al público este 8 de diciembre.

Esta catedral es mucho más que la novela de Victor Hugo o la coronación de Napoleón; es uno de los signos de identidad de las profundas raíces cristianas de Europa. Ocho siglos nos contemplan.

Ya sé qué habrá quienes piensen cuán sentimentales somos los amantes del acervo  arquitectónico, pero retroceder en el tiempo hasta llegar a la contemplación de la sabiduría de nuestros antepasados, que dicho sea, podría ser mucho.

Si el mundo actual tiene motivos para gozar del arte en cada una de sus expresiones, lo es gracias al esplendor de quienes concebían el desarrollo a base de un talento creativo atemporal. Hoy todas esas obras tan marcadas como esta catedral, al igual que tantos otros legados de la humanidad, constituyen no solo uno de los basamentos de la fe católica, sino también el referente de nuestros valores, tanto en grandeza como en esfuerzo.

Del florecer de estas joyas arquitectónicas se desprenden los sucesivos episodios que la propia historia, junto a tantos hombres y mujeres artífices en crear la certidumbre y el gozo de estos legados irrepetibles, son los argumentos que nos hacen sentir, vivir, renacer y educarnos en la cultura.

Las obras de arte nos hablan de sus autores; por lo tanto, menospreciar o destruir la herencia recibida es como negar la legitimidad del conocimiento en cada una de sus vertientes. Es muy preocupante que las nuevas generaciones actuales se abstraigan del recogimiento de su propio yo. 

No hablo de culto, sino del misterio que separa dos mundos divididos al cruzar un simple umbral. Es la pasión por encima de la distracción robótica. Afuera, en la calle, la parte tránsfuga. Dentro, el silencio de las catedrales.             

Durante el Romanticismo, Victor Hugo nos dejó una de las mejores visitas guiadas por el interior de la catedral de Notre-Dame a través de su novela Nuestra Señora de París y su no menos misterioso personaje Quasimodo, que, como ustedes saben, vivía recluido en el campanario del templo:

“…..y la catedral no era solo su compañera, era el universo; mejor dicho, era la Naturaleza en sí misma. Él nunca soñó que había otros setos que las vidrieras en continua floración; otra sombra que las del follaje de piedra siempre en ciernes, lleno de pájaros en los matorrales de los capiteles sajones; otras montañas que las colosales torres de la iglesia; u otros océanos que París rugiendo bajo sus pies”.   

Mala cosa aquellos pueblos que tributan en codicia y destrucción, menoscabando los elogiosos tesoros que la humanidad posee, no por declinar sobre ellos participación material alguna, sino por encontrar en ellos la sabiduría de quienes, con su sacrificio, fervor y compromiso, nos dejaron la belleza de los tiempos.

—Y ahora, ¿qué otra cosa dejaremos nosotros a futuro? —cabe preguntarnos. Tal vez el vacío de nuestros actos y las ruinas de una civilización incapaz de frenar a los insurgentes y a cuantos se apartan de las normas del buen gobierno. En definitiva, amantes de las guerras y la devastación. 

Por eso celebro el reencuentro con la belleza. Notre-Dame y su resurgir pueden significar que no es más importante el culto, que también, como lo puede ser el recogimiento y la serenidad de entender que nuestro paso por este suburbio llamado vida solo consiste en dejar lo mejor de nosotros mismos para quienes vengan detrás. El resto es humildad y trabajo.     

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