Recuerdo perfectamente el día que le dije a Pedro Simón, entonces éramos compañeros en El Mundo, que jamás volvería a leerle, que mi estómago no estaba -ni está- listo para digerir los temas que él trata con maestría para denunciar las miserias de una España capaz de cebarse con el débil y perdonar y tolerar las corruptelas de los pudientes.
En su novela Peligro de derrumbe me enseñó una sociedad que yo desconocía -la del pudiente constructor antaño que ahora sólo da pena, la de aquella mujer apoderada antes obligada ahora a vender su intimidad, la del inmigrante al que sus compañeros de obra violaron con un palo de escoba...-. Y sin embargo lo que más me revolvió el estómago fue un artículo suyo en el periódico, uno de tantos que tienden a pasar desapercibidos y en el que contaba algo tan sencillo, tan descarnado y tan duro como un caso de bullying escolar. Uno más.
Recuerdo perfectamente la profusión de detalles cuando narraba cómo unos niños abusaban de su compañero y le introducían los lapiceros en los oídos. Tanto que no sólo le reventaron los tímpanos sino que le provocaron unos daños en la audición que le acompañaran como un doloroso recuerdo el resto de la vida.
Aquella imagen tan gráfica, tan explícita, me provocó una arcada e instaló en mi mente un miedo que, entonces padre primerizo, me ha acompañado hasta hoy y que, lejos de minimizarse con el tiempo, se ha mantenido inalterable, amenazante. Nada ayudan los casos que continuamente vemos en los medios y mucho menos que mi hijo tenga TEA, lo que le hace doblemente vulnerable ante los abusadores y, sobre todo, los hijos de puta.
Según hemos leído estos últimos días, el Juzgado de primera instancia e instrucción Nº1 de Getafe (Madrid) ha comenzado una investigación a raíz de la denuncia de unos padres por los supuestos abusos a su hijo de ocho años con TEA en el Centro de Educación Especial Santiago Ramón y Cajal de la misma localidad. El juez ha llamado a declarar en calidad de investigados a la tutora del niño, a una profesora de apoyo y a la auxiliar de enfermería del centro, aunque según la denuncia también habría sido objeto de tratos impropios por parte del personal del comedor del centro.
Alertados por el miedo que el niño mostró a ir al colegio repentinamente y sus cambios bruscos de conducta, los padres de Eduardo, que así se llama el pequeño, decidieron esconder una grabadora entre su ropa. De esas grabaciones se desprenden las pruebas de los supuestos abusos que han obligado a comenzar la investigación y que por ahora se encuentran en trámite judicial. Además ha habido una segunda y una tercera denuncia por parte de los padres de otros dos niños del mismo centro.
Desconozco si estas personas son culpables. Si no lo son espero sean exculpadas, pero si han hecho lo que las grabaciones dicen que han hecho la inhabilitación de sus cargos debería ser el menor de sus problemas. Un niño de 8, 10 o 12 años, pese a la gravedad de sus actos, puede tener una disculpa para comportarse como un abusón, aún tiene mucho que aprender y mucho que avanzar como persona, aún debe madurar para convertirse en una persona plenamente consciente de sus actos, pero un adulto...
Cualquier adulto que abuse de un niño o maltrate a un menor no tiene excusa alguna. Mucho menos aún si se trata de aquellos adultos encargados de velar por su seguridad, de enseñarles el camino, de educarles, de conseguir que estén más cerca de la sociedad y no discriminados por su condición. Por eso es tan grave lo que ha pasado en Getafe. No por el simple hecho del abuso o el maltrato, sino porque este ha llegado -supuestamente- por parte de su tutora, de una profesora de apoyo y de una auxiliar de enfermería, quizás las tres personas que más deberían preocuparse por el bienestar del niño en un centro de educación especial.
¿Si hoy en día no podemos confiar en quien debe ayudar a nuestros hijos en quién confiaremos entonces? ¿Deberíamos vigilar al vigilante?