Cuando te conviertes en madre no tienes ni la más mínima idea de todo lo que implica. Es felicidad, amor, ilusión... Y también miedo, muchísimo miedo. Miedo por todo, por su salud, por su educación, por su felicidad... Y no para. Los miedos crecen igual que ellos.
El día que nos confirmaron el diagnóstico nuestros miedos se multiplicaron exponencialmente: qué terapias serían las más adecuadas para seguir; cuántas horas serían necesarias, no serían muchas, no serían pocas; a qué colegio ir; Aula TEA o educación con apoyos; educación especial no, ¿no?... Y para sumarle más agobio el mantra que se repite hasta en sueños de que los primeros años son fundamentales y que hay que aprovechar cada minuto para explotar sus capacidades al máximo.
La presión es mucha, muchísima. Y el precioso hijo que tenías hasta ahora deja de serlo para ser tu precioso hijo con TEA. Me ha costado mucho y todavía sigo avanzando en dejar de ver todo a través del prisma del autismo. Cuando te dan el diagnóstico lo relacionas todo con el autismo hasta que empiezas a darte cuenta de que muchas de las cosas que hace, las hace simplemente porque es un niño, el mismo niño del que te despediste el día del diagnóstico. Es el mismo pero con unas capacidades y dificultades diferentes. Ese niño sigue ahí y es todavía más único y especial.
Entonces es cuando cada pequeñísimo logro es un regalo enorme y todos los días son el Día de la Madre. Porque una sola sonrisa te ilumina el alma. El simple hecho de que te mire a los ojos es un privilegio. Una palabra es música y da igual que ni siquiera la pronuncie bien: cada “mamá” es la mejor caricia.
No importa que hoy no me felicite y me diga que me quiere. Él me sonríe y me pide un beso, algo impensable hace poco. A lo mejor con el tiempo... o a lo mejor simplemente sigue sonriendo cada vez que me ve y eso es mucho más de lo que necesito.