Nunca fui un niño complicado para comer. De hecho, en mi casa siempre recuerdan con alegría cómo con poco más de un año le robaba la comida del plato a mi hermano de siete, que era un absoluto desastre y no quería de nada. Carne, pescado, verduras, legumbres... Curiosamente, a Ana le pasaba lo mismo que a mi hermano y era tremendamente selectiva para comer. Vamos, un dolor de cabeza para sus padres. Sin embargo, lo de nuestro hijo está a otro nivel. Obviamente, lo suyo no tiene que ver con los gustos sino que es una cuestión de rigidez.

En muchos post de este blog ya hemos hablado de los problemas relativos a los sentidos y derivados por exceso y por defecto de los mismos en los niños con TEA. Desde los que no soportan los ruidos fuertes a los que necesitan que la ropa les quede muy apretada pasando por aquellos que no te miran directamente a los ojos porque es demasiada información para ellos.

También existen aquellos a los que les gustan sólo determinados sabores o los que prefieren únicamente los alimentos con determinada textura. Durante casi cuatro años nosotros hemos creído que este último era nuestro caso, pero acabamos de descubrir que no, que lo nuestro, lo de nuestro hijo, era/es más rigidez que otra cosa.

Rigidez vs textura

Pasar de la lactancia materna a las papillas no fue ningún problema y evolucionar de éstas a los purés fue un proceso absolutamente natural. Sin embargo, ahí nos quedamos. Cada vez que intentamos avanzar con los sólidos no había manera, aunque por suerte nos sentíamos amparados por el hecho de que comía cualquier puré, más allá de su sabor, color o espesura.

Y, claro, como en el puré llevaba pollo, merluza, todo tipo de verduras, alguna legumbre, huevo, ternera y todo lo que se nos pudiera ocurrir al menos nos sentíamos afortunados al saber que ingería todos los nutrientes necesarios para su desarrollo pese a que sólo con purés no se desarrollaría de la misma manera que con la ingesta de sólidos -y eso sin pensar en el desarrollo de la musculatura de la boca y la mandíbula que es tan necesario para el habla-.

Por supuesto esto no nos detuvo y Ana, que ya le gustaría al santo Job tener su paciencia, insistió casi en cada comida con cosas nuevas. Así llegamos un día a las galletas María, a las Fontaneda de toda la vida, y a nuestro hijo algo le hizo gracia. Aún no sabemos si fue el color, el sabor, lo crujientes que son en el primer bocado o cómo se deshacen en la boca poco después, pero se convirtió en un auténtico gourmet. Tanto que no quería ninguna otra galleta.

A tanto llegó su obsesión con esas galletas que cuando viajábamos al extranjero teníamos que echar una o dos cajas dentro de la maleta porque era imposible hacerle comer otras por muy parecidas que fueran.

Por supuesto esto nos llevó a probar con todo tipo de comida que pudiera tener el más mínimo parecido. Todo lo que fuera redondo y plano se intentó. También las cosas con un color similar. Ni que decir tiene que exploramos el supermercado al completo en busca de comidas con un crujiente similar. Nada. Purés, galletas María de Fontaneda y absolutamente nada más.

Puré, galletas y salchichas

Aproximadamente un año después, y mientras seguíamos probando cosas, un día se comió un salchicha. En pedazos pequeños, cortados de una determinada manera y calentadas en el micro. Nada de fritas en la sartén o hervidas. No. Las suyas tenían toda una liturgia en la preparación, pero al menos conseguimos ampliar su espectro: puré, galletas María de Fontaneda y ahora salchichas.

Durante algún tiempo -un par de años concretamente- conseguimos que probase comidas similares a las salchichas, pero lo cierto es que nunca nos gustó demasiado esa alimentación y jamás nos resignamos a seguir por ese camino. Así que el día que nos mencionaron un programa multidisciplinar desarrollado en el Hospital Niño Jesús de Madrid allá que nos fuimos. En el equipo había logopedas, psicólogos y médicos especializados en aparato digestivo y aunque nosotros tuvimos que recurrir a la vía privada para no esperar más de lo debido nos pusimos manos a la obra.

Sesiones y más sesiones para entender cómo comía y lo que comía, para saber el ángulo de ataque adecuado, si empezar por lo dulce o lo salado, si hacerlo en el desayuno, la comida, la merienda o la cena, si presentárselo abiertamente o camuflarlo entre los alimentos que ya comía. Muchas dudas y escasos avances durante casi otro año más. Al menos -y más allá de perder tiempo y dinero frente a tanta dificultad- encontramos algunos trucos con los que conseguimos que probase cosas nuevas, pero poco más.

Lactosa y alergias

Y así, entre frustración y frustración y con pequeños descubrimientos por el camino, llegamos a los cinco años de edad. Siempre bajo supervisión médica probamos nuevas alternativas. Al quitarle la lactosa a raíz de una gastroenteritis prolongada, descubrimos que la leche sin lactosa le sentaba mejor y que la de almendras le sentaba de maravilla. Poco después confirmamos su alergia extrema al huevo y retiramos todo alimento con la más mínima traza de su dieta. Y un día su abuela, benditas abuelas, no sabemos cómo pero le hizo comer un filete de pollo a la plancha con los trucos que sólo las abuelas saben.

Durante semanas nadie, ni siquiera la misma abuela, fue capaz de volver a hacerle comer ese mismo filete de pollo, hecho en la misma sarten, con los mismos condimentos, la misma cantidad de aceite, calor y tiempo al fuego y muchas dosis de esperanza. Sin embargo, pocos meses más tarde, algo se activó en el cerebro de nuestro hijo, o en el estómago, que nunca sabremos exactamente dónde fue, y unido a un par de trucos extra que Lucía, nuestra terapeuta de la asociación Aleph-TEA, se sacó de la manga nos vimos de la noche a la mañana probando pollo, pavo, pescado, filete de hamburguesa, manzana, pera, pasta...

Imaginen nuestra cara cada vez que se lleva un pedazo de cualquiera de esos manjares a la boca. Nos ha costado más de cinco años conseguir que lo pruebe y esta semana, por primera vez, ha comido el menú del colegio por completo. De primero, puré de lo que había ese día; de segundo, jamoncitos de pollo en su jugo; y de postre, yogur. Y este mismo fin de semana ha comido un filete de pollo hecho y servido en un restaurante.

Un éxito absoluto a los cinco años y medio que a muchos les parecerá una minucia, pero que para nosotros es ganar la Champions, el Mundial y el oro olímpico, todo a la vez. Aunque lo cierto, y es la única conclusión a la que somos capaces de llegar, es que él ha empezado a comer cuando se ha sentido preparado, cuando por alguna razón que probablemente nunca llegaremos a entender, era el momento y no antes ni después. Ojalá siga la racha. Nosotros seguiremos insistiendo por si acaso.

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