La diferencia entre saber que tu hijo tiene autismo y que el resto del mundo sepa que tu hijo tiene autismo es mínima. Aunque en realidad es enorme, gigante. Taaaaaan grande que marcará tu vida a fuego hasta que consigas cambiar pasar de un estado a otro. Algo casi tan insuperable como los estratos de castas de la Edad Media. Porque conseguir un diagnóstico válido de TEA no es nada sencillo y no, no vale ningún diagnóstico de médicos o gabinetes privados. Aquí lo que vale es lo que vale y lo demás...
Como ya contamos en el último post a veces no resulta nada sencillo que te crean. De hecho, las dudas son tantas que llegas a pensar que tu intuición, tu corazón, te está mintiendo y efectivamente lo único que pasa es que tu hijo tiene su propio ritmo y va a tardar en hablar/señalar/aplaudir/mirar más que el resto. Sin embargo, la negación no es lo más complicado de superar. Llegados a este punto tenéis ante vosotros el verdadero enemigo. Y no, no es el autismo, es la BUROCRACIA.
A nosotros nos costó un tiempo comprender la importancia de aquel primer paso. Nos costó convencer a la pediatra de nuestro hijo: magnífica en todos los sentidos, reacia a saltarse aquellos protocolos de la Seguridad Social que establecen los 18 meses como edad mínima para procesar dentro del sistema las sospechas de TEA. De ella conseguimos una cita con un neurólogo el mismo día que se cumplía ese plazo, aunque siempre hay una gatera por la que colarse. Sólo había que encontrarla (y como en la mayoría de situaciones con el TEA, poder pagarla).
Conocido el nombre del neurólogo en cuestión, comenzó la búsqueda de su nombre en los listados de los diferentes seguros médicos. ¡Bingo! Por ahí ahorramos plazos. Meses, en realidad. Tanto en esa primera toma de contacto como en los siguientes pasos que habría que dar y una vez más gracias a la buena voluntad de profesionales que viven atrapados en la maldita BUROCRACIA.
Aquel magnífico neurólogo volvió a realizar el test MChat que nosotros mismos ya habíamos realizado y constantó nuestras sospechas. Con un vistazo en aquella consulta al comportamiento de nuestro hijo, que entonces apenas tenía 19 meses, confirmó nuestros peores miedos, aunque aún quiso realizar un par de pruebas médicas para descartar otras opciones y confirmar lo que para él y para nosotros resultaba evidente:
1) 'Potenciales evocados auditivos de tronco cerebral' para descartar que tuviera problemas de audición y que por ello no respondiese a su nombre y a los estímulos sonoros.
2) 'Monitorización con Vídeo-Electroencefalografía (VEEG)' para descartar posibles episodios epilépticos como primer síntoma del TEA.
Ambas pruebas -que realizamos en centros privados para seguir robándole tiempo a los lentos procesos de la BUROCRACIA del sistema público de la Seguridad Social- arrojaron resultados negativos en nuestro caso y nos acercaron un poco más a un diagnóstico que no por necesario deja de ser dolorosos. Porque con el paso del tiempo y de los problemas hemos llegado a descubrir que, en la mayoría de los casos, llegar al punto esperado lejos de suponer un alivio no supone sino un dolor de muelas más y la confirmación de que nuestro hijo tiene un problema y por mucho que evolucione lo seguirá teniendo en mayor o menor medida.
Gracias a aquel neurólogo, a su buena voluntad y a la suerte de ser de los afortunados que, por el momento, pueden avanzar por la vía privada, llegamos al fin a nuestra cita con ese mismo neurólogo en la Seguridad Social, en la que su actitud y sus ganas de ayudar también nos apuraron los plazos para, por fin, llegar a AMI-TEA, el servicio especializado del Hospital Gregorio Marañón de Madrid. Allí nos recibieron dos psicólogas que realizaron a nuestro hijo un 'Informe de estudio de habilidades socio-comunicativas' a través de la 'Escala observacional para el Diagnóstico de Trastornos del Espectro Autista" [sic], más conocido como ADOS-G.
La prueba consistió en observar a nuestro hijo jugar, cómo de hecho no sabía jugar con los juguetes que allí tenía, cómo no daba de comer a los muñecos como le pedían o cómo no desplazaba el cochecito como debía. Una situación incómoda, pues se grabó en vídeo cada segundo de aquella prueba con nosotros presentes ejerciendo de meros espectadores (creo recordar que duró poco más de una hora, aunque lo doloroso de lo que veíamos prolongó la tortura durante un tiempo que pareció eternizarse).
Aquel fue el último paso antes de conseguir un diagnóstico oficial. Y especificamos 'oficial' porque no vale cualquier diagnóstico. En España en general, y en Madrid en concreto, que es donde radica nuestra experiencia, todos los pasos posteriores se basan en ese diagnóstico oficial. Desde la posibilidad de conseguir un certificado de discapacidad que implica las ayudas en atención temprana y logopedia, a las ayudas económicas que concede la Ley de Dependencia o las prestaciones por hijo con discapacidad a cargo de la Seguridad Social. Pero, sobre todo, el diagnóstico os abrirá las puertas del sistema educativo, pues sin él vuestro pequeño estará condenado a un aula ordinaria, con profesores ordinarios, y eso sería un castigo supremo, ya que ese aula y ese profesorado nada podrán hacer por ayudarle, ni por que avance y se desarrolle al ritmo que necesite y con las necesidades específicas que necesite. Todas estas cuestiones ya las trataremos más adelante, porque si aún no tenéis el diagnóstico oficial queda mucho camino por delante. ¡Maldita BUROCRACIA!