¿Qué resulta más difícil en una pareja? ¿Gestionar los hijos, el trabajo, la hipoteca y la suegra... o gestionar la promiscuidad? Y no digáis ahora que no sois gestores y no sois promiscuos, porque todos, o casi todos, lo somos. Promiscuo, tal y como explica el diccionario, se aplica a alguien que está mezclado y confuso y también a la persona que cambia de pareja sexual con frecuencia. O, añado yo, a la persona a la que “le gustaría” cambiar de pareja sexual, no sé si con frecuencia pero sí de vez en cuando. Según esta definición, quien no se sienta “mezclado y confuso”, que tire la primera piedra.

Este fin de semana he participado en un congreso cuyo tema era la felicidad. Y he conocido a Valerie Tasso, sexóloga, escritora, periodista y mujer de bandera cuyo primer libro, Diario de una ninfómana, nos movió el piso, como dirían “ashá”. Ella sostiene que debemos aprender a gestionar nuestra promiscuidad para ser felices, puesto que tarde o temprano nos aburriremos de acostarnos con la misma persona. Y añade que para ser unos promiscuos felices, deberíamos pactar con nuestra pareja la vida sexual que ambos deseamos. Qué complicado, pensarán algunos. Qué miedo, dirán otros. Sí, pero más miedo da aparcar nuestra sexualidad por aburrimiento. O casarnos y descasarnos para ir buscando entre ensayos y errores todo lo que nos falta.

Hasta aquí, muy bien (o muy mal), ¿pero cómo lo hacemos? ¿Le invito a cenar y le suelto: “cariño, tenemos que hablar, me muero de ganas de estar con otro”?

Valerie afirma, con un acento francés de pura fantasía erótica, que el pacto más común es el del silencio. O sea, que podemos incluso ponernos de acuerdo en que cada cual haga su vida, siempre que, por favor, uno no sepa nada del asunto del otro. Pues menuda ocasión fallida, diría mi marido, que adora conversar sobre estas cuestiones. Y tiene razón, porque si con el jefe hablamos de trabajo, con los hijos de estudios y con los amigos de confidencias varias, con la pareja tendríamos que hablar de sexo. ¿Con quién si no? ¿Con los colegas en el bar, a gritos, entre un gol y otra ronda? ¿Con tu amiga recién separada, que te recomienda, claro está, que te separes tú también? Qué desperdicio, cuando no hay nada más divertido y excitante que charlar de sexo con tu pareja.

Y pactar, pactar, pactar, una y otra vez, mientras se deslizan nuestras manos por las entretelas de los deseos. Pactar y compartir, pactar lo contrario que el silencio, pactar que la mayor intimidad consiste en llevar nuestra comunicación de pareja al rincón donde nadie más accede, convertirnos en los mejores confidentes del otro. Y pactando así (o asá), lo haremos mejor que los políticos: ni siquiera será necesario convocar elecciones, porque acabaremos por estar de acuerdo en todo y gobernándonos de maravilla.

Por lo demás, en esta lúbrica conversación a dos será muy fácil descubrir que somos muy parecidos, que seguramente por eso nos elegimos el uno al otro, y que, en todo caso, nuestras diferencias nos complementan.

-¿Qué te gusta, mi amor?

-Me gusta que me ates, me encantaría verte en la cama con otra, necesito enfundarme un vestido de látex. Y a ti, ¿qué te gusta, vida mía?

- Yo quiero acostarme con la nueva farmacéutica, me divierte chatear con desconocidos y salir a ligar juntos (con otros, se entiende). Las confesiones sexuales sientan muy bien al espíritu y a la carne, siempre y cuando la única penitencia que se imponga sea seguir experimentando las delicias del jardín. Pues, ¿acaso hay algo más hermoso que fantasear, desear y jugar hasta que la muerte nos separe? ¿No era eso el Edén? ¿No es eso el amor eterno?