Esta mañana, lo primero que veo al abrir el periódico es la fotografía de una mujer despeinada, con el rímel corrido y unas largas piernas apenas cubiertas por la americana de caballero en la que se envuelve. Parece haber echado el polvo de su vida con el propietario de la chaqueta. Me quedo hipnotizada frente a las sugerencias que provoca esta imagen. Lo que me llama la atención del anuncio no es tanto lo que se ve, sino lo que no se ve. Y lo que no se ve, qué fatalidad, es al hombre que la espera recostado en una cama cercana, fuera del indiscreto alcance de la cámara.

Se supone que yo debería desear a ese apuesto desconocido, cuyo aroma seguramente se desprende de las solapas de esa chaqueta, alcanzando las pituitarias siempre tan sensibles y agradecidas. Pero no. No le deseo. Sufro un hartazgo de hombres viriles que anuncian perfumes caros con su eterna barba de dos días. Ya basta. No se puede comer pollo, aunque sea de corral, a todas horas. 

Por la tarde me tumbo con mi marido en el sofá para ver nuestra serie favorita. Allí pasan cosas increíbles que no desearía yo para mí: incestos, bacanales, lesbianismo orgiástico, torturas genitales, prostitución, abusos... Tanto que los actores ya se empiezan a quejar porque se sienten rebajados, dicen, a la categoría de animales sexuales, eso sí, cobrando por cada escena mucho más de lo que cualquiera de nosotros podremos ganar a lo largo de nuestra vida entera. Aunque a ese precio cualquiera olvida la querencia de toriles y se convierte en un animal sexual. ¿Dónde hay que firmar?

Cuando ya todos se acuestan, me voy a trabajar. A las doce y media de la noche se enciende la luz roja del estudio radiofónico. Estoy en directo. Aparece mi querido Óscar Ferrani pertrechado de todo tipo de juguetes eróticos y los desparrama en la mesa: dildos, asistentes masturbadores, plugs anales, bolas tailandesas, fustas, mordazas... Antaño me habría quedado alucinada. Sin embargo, ahora mi indiferencia es total. Me producen la misma curiosidad que unos tomates en el mercado.

El sexo está en todas partes, y quizá por eso haya perdido su misterio. Se da la paradoja, al menos en este lado del mundo, de que nunca se ha practicado menos. Afirman las encuestas que las parejas de hoy en día tienen casi la mitad de encuentros sexuales que las que tenían nuestros padres. Los motivos apuntan a las nuevas tecnologías, que hacen que cualquier actividad no digital pase a un segundo plano.

Preferimos chatear en redes o descargar una serie o entretenernos en alguna aplicación antes que hacer el amor. Y cuando se acaba la batería de nuestro móvil, de nuestra tableta o del ordenador, nos fundimos en negro, igual que nuestros dispositivos.

¿Y dónde se practica menos el sexo? En Europa y en Estados Unidos, pues encima nos hemos hecho más puritanos y conservadores que nunca. Aunque, como siempre, los que peor lo llevan son los japoneses, a quienes ahora les ha dado por ni siquiera consumar los matrimonios. Parece ser que la nueva generación de nipones trabaja una hora más al día, lo cual significa que llegan a casa y se desploman en el futón sin probar siquiera la cena de sopa de tofu. No digamos ya paladear los placeres carnales.

Los japoneses afirman que el sexo está en peligro de extinción, lo cual equivale a decir que los humanos -junto al tigre blanco, el rinoceronte y el gorila- también corremos el mismo riesgo. No caerá esa breva.