A veces, incluso en el sexo, o más bien sobre todo en el sexo, es ineludible ponernos serios y defender los derechos de quienes menos derechos tienen. El caso que hoy nos ocupa es el de los discapacitados o, tal y como se llaman ahora, las personas con diversidad funcional. Porque, por extraño que les parezca a algunos, también tienen derecho a desarrollar su propia sexualidad. Y eso es lo que nos cuenta “Yes, we fuck”, un documental de en el que se deja bien clara esta cuestión que, por otra parte, debería de ser evidente.

Dirigido por Antonio Centeno y Raúl de la Morena, “Yes, we fuck” aborda la sexualidad de personas con diversidad funcional a través de seis historias en las que no se escatiman imágenes explicitas que dejan al espectador sin aliento. Por su crudeza, desde luego. Pero también por su belleza. Tuve la fortuna de verlo hace unas semanas y, desde entonces, lo he vuelto a recordar con cierta frecuencia porque es uno de esos trabajos que echan raíces y crecen por dentro y por fuera, como los árboles.

Y a la sombra de este árbol se plantean muchas preguntas. ¿Por qué la política, la sanidad, la sociedad, la familia siempre han querido eliminar la sexualidad de estas personas? ¿A qué se debe esta castración psicológica y, en algunos casos, hasta física? ¿Ha de ser el desarrollo de la sexualidad un derecho sólo de los supuestamente guapos e inteligentes? ¿Hay un sexo “normal” y uno “anormal”? ¿Somos víctimas de una dictadura estética? ¿No son algunos actores pornográficos, con sus cuerpos siliconados o hiperatléticos, un auténtico disparate? ¿Qué es lo que nos lleva a considerar aceptable lo uno y no lo otro? ¿Quiénes son los monstruos? ¿Hay monstruos? ¿No es monstruoso mirar hacia otro lado? ¿No es el sexo patrimonio de todos, sin distinciones de ningún tipo?

Los que no sufrimos una diversidad funcional les compadecemos o simplemente ni siquiera percibimos el problema. Nuestro egocentrismo nos impide verlo. Y mientras, les negamos la ayuda para satisfacer sus necesidades más básicas. Nos falta la inteligencia y la sensibilidad que a ellos les sobra.

Recuerdo que, hace ya algunos años, asistí con mi hija a un espectáculo de danza interpretado por niños y jóvenes con algún tipo de discapacidad. Fui como quien asiste a un mero evento benéfico y en ningún momento pensé que me iba a interesar el resultado artístico del montaje. ¡Qué arrogancia la mía! Se levantó el telón y en el centro del escenario una bailaora vestida de rojo sostenía en brazos a una niña de apenas cinco años con Síndrome de Down. La niña vestía como su madrina. Y se convertía en su espejo. Si la bailaora levantaba un brazo, la pequeña hacía lo mismo. Cuando una giraba la cabeza, la otra también. La respuesta de la cría a cada gesto no era mimética, siempre añadía algo que completaba la improvisada coreografía convirtiéndola en puro arte. Estaban iluminadas por un foco cenital que las enmarcaba en un universo íntimo en el que la mujer y la niña se miraban a los ojos, con una sonrisa que te arrancaba el corazón. No había música, sólo el emocionado silencio del público que, consciente del milagro al que asistía, apenas respiraba para no ahuyentar el duende. Esto fue sólo el principio. Al final de la función nos pidieron que aplaudiéramos con dos dedos, para no asustar a los frágiles y al tiempo extraordinarios intérpretes.

Fue una clase magistral. Descubrí que el arte reside precisamente en la “diversidad”. Y por supuesto, el sexo también.