A Santanero le quedó impregnada la sangre de Román en el pitón derecho. Lo sigo viendo, no sé cuántas horas después, igual que lo vi en la plaza. Desde lejos, marcada la línea donde quedó atrancado el toro, la excavadora de muslos paralizada en el último tramo de la perforación. La curva del cuerno no le cabe a nadie. Una funda de sangre arterial, brillante, anillando el pitón, oscureciendo la punta negra, que en algún momento de la secuencia goteaba como un grifo mal cerrado.

Santanero pretendía levantarse otra vez. Hizo dos intentos. Golpeaba el suelo con las manos. Estaba rodeado de banderilleros, que observaban la zona de guerra. Todas las miradas se dirigían al mismo punto. Tres toreros se llevaron al herido a la enfermería. El traslado fue lento, agarrotadas las manos y las piernas, como si no quisieran derramarlo. Desaparecieron por el túnel que conecta el ruedo con el quirófano.

¿Por qué tenía tanta sangre ese pitón? La lidia pintarrajea los cuernos con salpicaduras del lomo. Esta vez era diferente. Boqueaba el toro, buscando el oxígeno que le robaba la espada. La conclusión fue fría. En el suelo, un charco de sangre marcaba el lugar de la cornada, los últimos movimientos de Román en el ruedo. Al lado, cayó el toro de Baltasar Ibán, apoyado en las tablas, haciendo recuento. Debía oler mucho a hierro cerca de Santanero.

El choque fue violento. Luego, sacó el pitón del muslo con un brinco, desesperado. Santanero entendió que iba a morir. El esfuerzo de matar lo había matado. Francis Wolff describe la suerte suprema como "un gesto de arriesgar la vida para mostrar la superioridad. Un concepto de Hegel", dice. Wolff ve en la estocada "la superioridad del hombre que sabe que debe morir, capaz de arriesgar su vida porque conoce el valor de la vida".

A Román quizá nadie le haya explicado esa idea porque los que tienen que traducir a los toreros son los filósofos, no al revés.