Hace ya algunos días, en la Feria de Valladolid, el sábado, mientras se hundía la corrida de El Pilar, un misterioso hombre recorría los pasillos de la plaza de toros rodeado de cinco amigos, catalanes, que lo jaleaban mientras repartía cuantiosas propinas a los camareros. Más que propinas, botines. La situación es un hervidero de metáforas. Casi mágica. Cinco catalanes celebran cómo otro reparte su dinero en Valladolid. Alucinaba el enjambre.

Tiene hasta su punto exótico porque al hombre principal todo el mundo lo consideraba jeque. España es así, cualquiera con un poco de dinero pasa a ser directamente jeque, sin preguntar. Llamar jeque a alguien supone mostrar condescendencia, un poco de lástima, con su fortuna, como si padeciera una enfermedad. Su dinero lo hace superior pero de un modo apesadumbrado, triste y desdichado. La carga lo asfixia. La gente, benévola, se apiada de eso.

-Cuánto dinero tiene ese. ¿Has visto que yate?

-Bah, es jeque.

-Pobre hombre.

El jeque, me adapto a esa ternura del pobre, avanzaba de una barra a otra desencuadernando fajos con la naturalidad por las nubes, armado hasta los dientes. Un fajo de billetes se parece a una pistola en que apunta. Todos se lanzaron, claro, a por la bala: los trabajadores se miraban nerviosos entre ellos rezando para que les tocase atenderlo. El clarín avisaba del fin del recreo. Sonaba y el grupo de seis volvía al tendido, atareado con sus copas y sus cosas. En el interior se libraba una lucha fratricida entre compañeros para cambiarse de puesto en las barras para cuando repitiera. Hubo alguno que en un minuto ganó más que en toda la semana.

Durante la corrida, se mantuvo el ritmo. No sé quién le habría aconsejado pero el jeque había ido a los toros decidido a gastar. Repartía dinero al que se le acercaba. Haciendo acopio de su condición de público decidió ser público a lo grande: compró un barreño de cervezas y vació de artículos el puestecillo de la mujer que vendía llaveros y pulseras, dejando a la pobre señora sin trabajo toda la tarde. Alguien le recriminó que se fuese a su país a quitar puestos de trabajo. El jeque se pasó el juego de ir a los toros. Debe tener ahora una colección completísima de merchandising taurino, esa épica del gusto, como recuerdo de la borrachera más surrealista de la historia de Pucela. Lo de la de joven vallisoletana con Brad Pitt aquel jueves está fuera de concurso. Imagino colgando de las llaves del Ferrari un capote en miniatura estampado con el escudo del Barça.