Aquel sábado, que flota en la brecha del tiempo incapaz de convertirse en recuerdo, se construyó a base de horas previas. Nos habíamos imaginado consumiéndolas en soledad, cenando flojito, mirando la silla donde reposaba el traje. Hablando, ordenando las cajas de programas de mano y pañuelos, terminando de colocar la tablilla, limpiando los sombreros, repasando los botos, recibiendo cariñosas llamadas, dejando sonar otras. Sin nada que hacer, esperando el momento. Pero todo dio un giro inesperado haciendo interesantísima la cuenta atrás de las últimas horas. El viernes, el día en el que sentí el peso de una barriga vacía, madrugó con la urgencia de las previsiones de lluvia. Dejarlo pasar no había disuelto la borrasca. El objetivo era tapar el ruedo. Se organizó una batida de plásticos por toda la comunidad andaluza. Tampoco en la plaza de toros de Córdoba había lona. Supongo que por lo que pueda pasar, por si hay algún imprevisto. Echar para delante un festejo se está convirtiendo en un acto de pura rebeldía.

A la necesidad de un plástico enorme se añadió otra un poco más acuciante. A las dos de la tarde no había becerros. Un atolladero burocrático los mantenía paralizados en un parking de un restaurante en Andújar. Habían abandonado el campo a la una y minutos antes de las dos un mensaje paralizó la comitiva, enviado parece mientras echaban la llave en la oficina. “No tienen permiso para salir de Jaén”. Se cortó el hilo del miedo. Mientras el festival se suspendía, una muerte estrujada contra las horas inhábiles de un día laboral, la gente iba llegando a Córdoba, acomodándose en sus hoteles, confirmando las reservas en los restaurantes. Hubo llamadas entre nosotros. También silencios más graves que en el patio de cuadrillas. Era nuestro secreto que hubiese muchas posibilidades de vestirnos de corto para comer con la familia y echar un sábado apañado. Un teléfono ardía en Sevilla.

Comimos como si nada, todo va estupendo, sí. Apareció un Seat Alhambra con un carrito enganchado. “Hay plásticos”. Ahogamos un grito y salimos para La Carlota. En el coche de los que íbamos desde Córdoba se mezclaban mochilas, maletas, ropa, trastos y palillos, cáncamos y pinchos con la funda de los trajes, los sombreros y las botas. Qué poco torero el último viaje. En el ambiente flotaba una sensación liviana. Era imposible concentrarse sin becerros, claro. Había que hacer un esfuerzo por pasar miedo. Los plásticos estaban en un lugar al lado del pueblo que olía a pájaro. Había sueltos pavos normales, reales y gallinas, pienso por todos lados y ese olor a gallinero. Negros, liados, enrollados, cubiertos de un polvillo gris asqueroso, dentro de una nave, esperaban unos cuantos cortes de plástico. Fue reconfortante deslizarlos, cuadrarlos entorno al círculo de albero, arropar a nuestra placita, cubrir lo máximo posible. Se hizo de noche poniendo pesos, aguantando las primeras gotas.

Siete horas después, los becerros seguían aparcados. Los papeles estaban desperdigados. Al no hacerse efectivo el permiso para el traslado de los animales, los trabajadores que se habían encargado de ello se llevaron el trabajo a casa, como si tuviera solución el lunes. El transportista obligó a mantener abierta una oficina a las nueve de la noche en el que fue el acto más heroico del fin de semana, reteniendo y aguantando la mirada a un señor que ya había cumplido sus horas hasta que se reunieron de nuevo todos los documentos. Finalmente, arrancó el camión después de 150 llamadas –están contadas-, un par de amenazas bordeando el código penal y tantos favores en el debe como para pasar el resto del año devolviéndolos, pero se consiguió lo imposible: localizar a un funcionario un viernes después de comer en Andalucía.

La alegría fue tal, que una vez concluido el desembarque, oler a bravo sabiendo que es para ti está en el top five de sensaciones chungas, nos fuimos a celebrarlo por todo lo alto. A las 12 de la noche, doce horas antes del paseíllo, estábamos veinte tíos ocupando cuatro mesas en el único restaurante abierto en La Carlota. Reímos y comimos ya de madrugada como si no hubiese nada que hacer al día siguiente. Junto a nosotros, Miguel Bienvenida, que nos contó que le había dejado a Jorge, que abría el cartel, una espada propiedad del Papa Negro. La había utilizado luego Manolete para matar su primer becerro y también todos los toreros que continuaron la dinastía, nietos y bisnietos. Ya si que no había presión, todo el protagonismo era para esa espada y Fuentes, el siguiente en apuntar su nombre a una lista que pesa toneladas de historia. Incluso pensamos en abrir la mañana con alguien portando el acero sobre un cojín y e ir todos detrás de una sola vez.

Finalmente, el paseíllo rompió con normalidad bajo un cielo gris que sostenía un océano. Descargó la lluvia, todo salió redondo, hubo millones de milagros, inapreciables, momentos estelares para cada uno y embistieron cuatro de los cinco becerros. Compartimos de manera natural nuestra afición con 600 personas, fuimos tan felices durante dos horas, la gente con nosotros, y lo festejamos como si el mundo se acabara ahí, en un abrazo infinito. Pero no. Hubo un domingo y desde entonces sólo lunes, una sucesión interminable de lunes.