Cada vez que leo algo sobre la ley animalista de Baleares, las reglas que establece, las reacciones que ha provocado, siento pena por el único afectado en todo esto: el toro bravo. Despojado de solemnidad, insultado, amarrado a su forzada e inesperada condición de mascota. Imagino un futuro de ganaderías convertidas en parques de atracciones con toretes de esos que salen en los vídeos virales –los juguetes de los adultos convertidos en pasto intelectual- que se dejan acariciar, a los que se les puede dar de comer con la boca, montar en ellos, que corretean sobre hierba artificial. Venderán productos para ducharlos, limpiarles los dientes y ponerles pañal, completando el círculo de atenciones del galgo de salón a la dehesa y de ahí supongo que a la Sabana, el último reducto donde las criaturas hacen lo que siempre han hecho: correr, dormir, comer y dejarse comer. Pobres toros. 

También pierde la región, el país, la Historia, los aficionados, parte de una cultura universal con ese disfraz de buenas intenciones. La tauromaquia tiene sentido porque se cumplen todas las suertes, las reglas, que son la única manera de respetar al animal sacrificado. El rito es tan exacto que cada instante es un suspiro de admiración por el bicho que puede atravesar a un muchacho, matándolo. No hay ningún capricho, no obedece a un gusto sádico, joder, nadie va a una plaza a paladear la sangre. Avergüenza tener que recordarlo por la falta de respeto que supone a todos los que nos han precedido en esta afición. Cualquier variación rebaja al toro de categoría. No hay necesidad de enfrentarse a él si por compasión no se le puede picar, ni poner banderillas, si está la lidia falsificada. Vaya fiera, que no aguanta más de 10 minutos en pie. La tauromaquia ya no necesita valientes. 

Nunca lo entenderán. Es su problema, que en realidad es el nuestro. Nadie ha sido capaz de ponerlo en valor, siempre pendiente el sector del milagro. En casa de Matilla nunca llega. No llegó tampoco en Barcelona. Habría que empezar a plantearse la frontera de los antitaurinos y quizá acercarla más, vamos, dibujarla en casa. La sangre está apartada. La muerte, escondida. No sé si lo que molesta es el hecho de que alguien sea capaz de darle dignidad a los últimos minutos de vida de un ser sin abrazarlo, acariciarlo o compadecerse de él.

La igualdad está en la lucha, no en el trato infantil. Si va a morir igual. La corrida a la balear es elegir lo mediocre. No queda nada sublime, ningún destello. En Baleares han conseguido algo peor que en Cataluña. Prohibir tenía sentido. Sólo se le faltaba el respeto a las personas. Ahora, los animalistas, han conseguido lo imposible: faltársela también al toro.