Una voltereta casi deja parapléjico a David de Miranda en Toro. Le ha fracturado varias vértebras cervicales, vaya. El chaval, que tomó la alternativa hace un año, llegó a la enfermería con el rigor mortis de los vivos, engarrotado e inconsciente, aplastado por la caída desde el rascacielos del morrillo. Los puños apretaban el aire.

Sin daños neurológicos, hace dos años el percance hubiera sido una oportunidad de vivir. Lo ocurrido en ese tiempo, resumido en los apellidos Barrio y Fandiño, ha marcado otra línea: Miranda ha tenido una oportunidad de morir. En ese lado empiezan a acumularse resbalones, cornadas y cogidas tremendas como esta, los sueños rotos de los novilleros ya no lo parecen tanto, y en la muerte sólo encuentran la gloria los muertos. La literatura consuela al resto, que cuando llega a casa suspira y abraza a los suyos. Morir aquí es el mejor fracaso.

Hace treinta y dos, El Yiyo cayó rendido bajo un estribo. Todo el mundo lo vio respirar por última vez, su último paso, la posición de sus piernas, esculpida, el cuerpo hecho añicos. Aquello quedó como una anécdota de otro tiempo. Las imágenes, el duelo, el capotazo del subalterno. La leyenda negra que salió de Colmenar, un pueblo fantasma de toreros, el western en el que se vieron los pies colgando a aquel muchacho de Canillejas. Hoy se entiende qué se vivió.

El lunes llovía. Ningún atisbo del suceso en el albero blando.