Victorino Martín fue un rey sin corona. En cambio tenía un diente de oro. Siempre pasaba algo cuando lo enseñaba. La victorino-señal. La sonrisa pícara que se abría en su cara cuando un toro se quedaba en los tobillos enseñaba todo lo que era: un aficionado que se hizo ganadero para criar lo que siempre quiso ver en el ruedo. Lo que él consideraba que faltaba. La suelta de vacas en Galapagar en sus tiempos de carnicero estaba en aquella mueca. El animal tratando de tú a tú al hombre, golpeándolo, exigiéndole.

Victorino era directo, natural, un genio capaz de bajar a un hatajo de reses del camión que las llevaba al matadero y convertirlas en la ganadería brava más importante del último siglo. Cambió la fiesta como si retrocediera en el tiempo con esos albaserradas jurásicos, degollados, los saltillos duros, de hocico de rata, veletos, cornipasos. El producto gris actualizado para ser el de siempre, lo que luego exportó a México en una operación secreta. Jamás volvió a ceder su patrimonio genético.

No sólo la emoción rompió en los tendidos. También hizo sentir a ciertos toreros lo que era ser figura. Una grupo de matadores que se completaba década a década se especializó en sus toros encontrando una esquina en la historia, un pequeño altar con su nombre. El fuego consumía la cera del ganadero desde Andrés Vázquez a El Cid.

Fue capaz de incluir la palabra victorino en la cultura popular, el premio más difícil.

La tauromaquia se apoya en parte en su legado, en el apellido Martín, un reino inextinguible que mantiene una filosofía de vida contenida en la dehesa. Una contracultura rural que encabeza ahora su hijo, veterinario y guardián de un concepto de vida. Los tiempos que corren son peligrosos. Victorino, el viejo ganadero, dio las claves para apuntalar el futuro. Están ahí. Todo está a punto de desmoronarse. No parece que la tauromaquia vaya a perdurar hasta que nazca otro. En este impasse estaría bien tener un poco, no digo ni siquiera la mitad, de la afición que tuvo él. Aunque sólo sea como homenaje.