El primer día sin Djokovic desembocó en una resaca que tardará días en marcharse por completo y no es para menos: todavía hay algunos que siguen mirando el marcador para confirmar que el número uno del mundo cayó derrotado en la tercera ronda de Wimbledon. La habitual superioridad del serbio, la costumbre de ganar contra viento y marea, chocó de frente con la realidad de que mantener eso eternamente es imposible y dio paso a las reflexiones sobre las consecuencias inmediatas del traspiés.

Hemos contado una victoria de Djokovic en los últimos cuatro torneos del Grand Slam y su llegada a la final en los últimos seis. Y, sin embargo, eso no es lo más llamativo: hacía siete años (es mucho tiempo) que el serbio no protagonizaba una sorpresa en un grande, si por sorpresa entendemos caer antes de los cuartos de final.

La victoria de Sam Querrey tiene dos lecturas para la prensa y también para los aficionados: nos quedamos sin contar un hito (un jugador completando el Grand Slam la misma temporada, algo que volverá a intentar todos los años antes de que acabe su carrera), pero estamos ante la posibilidad de asistir a algo diferente, fresco, distinto. Un jugador que no se llame Novak con la copa en las manos.

Evidentemente, el sábado nació un torneo nuevo. De entrada, habrá un campeón de Grand Slam distinto al número uno por primera vez desde Roland Garros 2015, cuando Stan Wawrika celebró sorprendentemente su segundo título grande. Más allá de eso, la derrota de Nole abre la puerta a Andy Murray (derrotado este año por el serbio en Melbourne y en París) e insufla vida al sueño de Roger Federer. El suizo llegó a Londres sin saber muy bien qué esperar de sí mismo tras una temporada turbulenta, llena de lesiones y malos tragos. Sin hacer ruido se plantó en octavos y por el camino se encontró a Djokovic fuera de combate (cruzaban en semifinales). Aunque tiene rivales para mandarle a casa (Milos Raonic, por ejemplo) es inevitable que el suizo se frotase las manos. Aunque solo fuese por un instante.