No sé su nombre, pero tampoco importa demasiado. Se podría llamar Amy, Candice o quizás Dora. La niña de la limonada debe tener entre ocho y 10 años, no más. Es menuda, de piel blanca, cabello rubio y ojos azul profundo. Lleva un pequeño reloj de plástico rosa en la muñeca derecha y las pecas que tiene en el rostro terminan de concederle un aire inconfundiblemente británico.

La niña de la limonada vive al lado del All England Tennis Club, cerca de una concurrida parada de bus. Su zona es privilegiada: por Church Road bajan todos los días a pie miles y miles de aficionados camino de Wimbledon desde primera hora de la mañana. El domingo, la niña de la limonada llevaba puesto un vestido veraniego de color blanco con estampado de flores rojas y estaba cantando una canción (con rima bien hilada) para llamar la atención de los que caminaban apresuradamente al torneo, consiguiendo su objetivo: que se parasen a echar un vistazo a su tienda, tan improvisada como a la vez planificada.

La niña de la limonada tiene un negocio que sacar adelante, posiblemente para invitar a helados a sus amigos por la tarde. La niña de la limonada planta en la puerta de su casa una caja de cartón a modo de muestrario y se pone a vender bebidas a una libra, un precio muy competitivo (sus productos están fríos, algo que en pleno verano agradece el comprador). Tiene agua, refrescos y por supuesto limonada, que sirve de una jarra helada en vasos de plástico transparente con los que entrega una pequeña pajita para que la experiencia sea total.

La niña de la limonada está acompañada por su padre y siempre da las gracias cuando alguien se detienen a comprar algo de la nevera que tiene escondida bajo la caja de cartón, para que las bebidas se mantengan en un estado óptimo de conservación. Entre sus clientes (que son muchos) hay turistas con pantalón corto y cangrejeras, matrimonios vestidos de punta en blanco e incluso agentes de policía. También algún que otro periodista.

La niña de la limonada representa en pleno 2016 los valores de un tiempo que ya se ha ido: Amy, Candice, Dora o como quiera que se llame no tiene nada que ver con el tenis ni tampoco con el periodismo, pero te hace empezar cada día la jornada con una sonrisa. Es más, hace que merezca la pena estar en Londres cubriendo Wimbledon y no contándolo a través de una pantalla de televisión, de las redes sociales o de lo que cuentan otros. De esa forma nunca habría conocido su historia ni tampoco habría podido probar su excelente obra maestra al precio de una libra: la limonada más especial de Wimbledon.