Las apariencias engañan, también en Wimbledon
Por caprichos del destino, este año he tenido que cambiar mis rutinas tradicionales en Wimbledon. A diferencia de otros torneos, la ubicación del tercer Grand Slam de la temporada ofrece la oportunidad a los periodistas (y por supuesto también a los jugadores) de encontrar alojamiento en casas cerca del club, escapando dos semanas de la monótona vida de hotel que arrastramos durante la temporada. Eso da también una ventaja impagable: podemos ir caminando al torneo, dando un agradable paseo que sirve para preparar el día por la mañana y para limpiar la cabeza por la noche.
Así, los vecinos de Wimbledon suelen ofrecer dos opciones: alquilan la casa completa y se marchan a otro lugar u ofrecen habitaciones concretas y se quedan dentro, compartiendo vida contigo. Hasta este año tenía la fortuna de quedarme en el ático de una bonita vivienda de una familia peculiar. La señora de la casa, española, se enamoró en Londres de un británico tradicional y decidió no volver nunca más, como en una de esas novelas de final previsible. Su hogar ha sido el mío durante varios años, encontrando allí la mayor hospitalidad posible. Nunca un desayuno me supo mejor que los de esa casa, donde tan buenos ratos hemos pasado en las noches del verano londinense.
Por motivos que no vienen al caso, en 2016 la opción de regresar allí se cerró (espero volver en 2017, y más ahora) y tuve que buscar una solución, descartando el hotel. En este caso, lo primero que miramos nosotros es que el lugar sea decente, pero por supuesto también económico. Encontramos una casa para compartir entre tres periodistas (sin los dueños dentro) a unos 35 minutos de Wimbledon caminando (una distancia razonable, somos jóvenes) y bien comunicada por la línea 493 de bus para regresar de noche. El precio estaba bien, así que sin pensarlo mucho cerramos todo a falta de un mes para el torneo.
La primera sensación al llegar hace unos días no fue demasiado buena. Ni la zona (cerca de la estación de Haydons Road) ni la casa servían desde luego para una de esas fotos de Instagram que acumulan likes para medir la popularidad social. En ese caso siempre piensas lo mismo: vienes aquí para ducharte y dormir, no necesitas nada más que agua caliente (hace frío en Londres) y una cama cualquiera. Ese pensamiento está genial, hasta que sales a las 11 de la noche, pierdes al bus (y el siguiente tarda más de media hora en pasar, si es que pasa) y te decides a irte caminando sin conocer muy bien el camino (no suena lógico, no).
Ocurrió el martes por la noche. Sin cenar, me compré una bolsa de patatas y un 7up (free, ya podían tenerlos en España) y empecé a caminar esperando llegar a casa, guiado por una intuición que Spiderman no envidiaría. Pisando ya la zona cercana a la estación, señal de que todo estaba en orden más de 30 minutos después, me encontré caminando por una calle cortada por obras y con varios operarios trabajando en el nuevo asfalto. De repente, dos motos doblaron una esquina y viendo que no podían circular (y que no les apetecía dar una vuelta, eso quedó claro), tomaron la decisión de avanzar por la acera a toda velocidad. Y ya que estaban, y aprovechando que yo venía andando tan tranquilamente, intentaron robarme de un tirón la mochila donde, entre otras cosas, llevo el ordenador desde el que estoy escribiendo este blog.
No me paso nada porque afortunadamente hace falta algo más que un tirón para quitarme una mochila en la que llevo media vida. Al final, el refrán va a ser cierto: las apariencias engañan. También en Wimbledon, un lugar que siempre me había parecido tan calmado como una balsa de aceite.