Cuando empezó a sonar el himno de la Champions, minutos antes de que el mundo se parase como consecuencia de la final entre el Real Madrid y el Atlético de Madrid, Roland Garros seguía como si nada. A esa hora, todavía había seis partidos en juego y varios de ellos importantes (Novak Djokovic, Tomas Berdych, Roberto Bautista o las hermanas Williams en dobles). Al mediodía, la jornada se suspendió durante más de dos horas por una tormenta tremenda (hay por ahí unas fotos de los nubarrones que asustan), provocando un notable retraso que puso patas arriba el sábado, con una reorganización del orden de juego como solución improvisada a la aparición de la lluvia.
Con Djokovic peleando por la victoria ante Aljaz Bedene en una pista central medio vacía, el gol de Sergio Ramos fue recibido con algunos aplausos en sala de prensa, que en el caso de los españoles compartimos con japoneses, chinos, argentinos, alemanes y polacos. Fue la primera señal de algo inevitable: había más periodistas con un ojo mirando hacia Milán, epicentro del deporte mundial. Una vez abortada la idea de ver el partido en algún lugar fuera de Roland Garros, los pocos periodistas que quedábamos en el torneo encontramos en nuestras pantallas un canal de televisión para poder seguir la final. No era el plan soñado, pero menos es nada.
Entonces, y como casi siempre, los altavoces han terminado de romper los esquemas. “Nicolás Almagro estará en la sala de prensa número cuatro a las 22h30m”. Más de una hora de espera. “¡Estará viendo el fútbol”, ha gritado alguien bromeando, aunque de broma tenía muy poco. En mi caso, tenía que esperar al murciano obligatoriamente para escribir unas reacciones sobre su partido, así que me he armado de paciencia. Justo cuando ha llegado, una chica del mostrador de prensa ha saltado para avisar del empate del Atlético. Increíble, he pensado.
Ha sido acabar con Almagro y volver a toda prisa a mi sitio. La locura se ha desatado justo después. Ha aparecido un hombre con chaqueta y ha pronunciado un discurso bastante extraño, al que todavía le doy vueltas. “Lo siento, pero tenéis que abandonar la sala de prensa. Esta tarde hemos tenido problemas técnicos por la lluvia y necesitamos apagar todos los equipos”. Tenía que ser otra broma. “¿En mitad de la prórroga?”, le ha dicho alguien, intentando salvar a los cinco gatos que todavía estábamos por allí. “Lo siento, pero sí”, ha respondido el hombre, sin dejar espacio a la negociación. Un minuto después tenía la mochila colgada al hombro y estaba saliendo por la puerta.
Así las cosas, he recurrido a un clásico: la radio (a través del móvil). Y la verdad es que me alegro. La distancia que separa Roland Garros del apartamento en el que me estoy quedando es relativamente corta, un paseo de unos 10 minutos, pero ha sido agradable escuchando lo que ocurría sin verlo, con la emoción de una final como esta. Las calles estaban completamente desiertas. Ni un alma, ni un coche. Podría haber sido el mismísimo Rafael Nadal que nadie se hubiese dado cuenta, porque no había nadie para fijarse. No sé si voy a ver alguna vez una ciudad fantasma, pero de momento esto es lo más parecido.
Como no hemos tenido tiempo para comer, he parado un segundo en una tienda de 24 horas para comprar el pack de urgencia que tenemos en los torneos (sandwich mixto, patatas con sal y refresco light). El dependiente estaba viendo la final en una pequeña pantalla junto a la caja, y allí que me he quedado hasta que ha terminado la segunda parte de la prórroga, hablando con el hombre en francés del cansancio físico que tenían los jugadores de ambos equipos. Cuando el árbitro ha pitado el final, he salido corriendo hasta casa, justo a tiempo para ver el inicio de la tanda de penaltis y la victoria del Real Madrid. No soy ni de un equipo ni del otro, pero una final de la Champions es una final de la Champions.