La conversación siempre es la misma, con los desconocidos y también con mis amigos. ¿Eres periodista y encima viajas por todo el mundo? ¡Me cambiaba por ti con los ojos cerrados! Esa creencia, debo decir, es errónea y está bastante extendida. La eléctrica vida del enviado especial tiene muchas cosas buenas, pero está sobrevalorada por el gran público. Viajamos a Melbourne, Dubái, Doha, Montecarlo, Roma, Londres, Nueva York y otros sitios fantásticos, pero muchas veces podríamos estar sentados en la oficina que no notaríamos diferencia alguna, salvo porque al lado se juegan partidos de tenis.

Estar en París es una suerte, eso vaya por delante. Quejarse no es una opción. De hecho, tenemos un trato formal con Marta Mateo (que trabaja para La Vanguardia), por el que si alguien se queja tiene que pagar una cena donde el otro quiera. Es cierto que nos encanta jugarnos cenas por todo (por absolutamente todo, de verdad), pero está bien contar con alguien que te recuerde lo afortunado que eres cuando vienen curvas durante el día. Estar aquí es un privilegio al alcance de muy pocos y seguro que muchos pagarían dinero por venir a trabajar, no lo dudo.

Pero hasta hoy, y es mi quinto día en la ciudad, lo más parisino que he visto han sido los croissants que tenemos en una tienda al lado de casa, parada habitual para desayunar cada mañana. La señora, que es siempre la misma, ya tiene suficiente confianza para hacer suyo el discurso propio de una madre. “Tienes cara de cansado, ¿has dormido bien?”, me dijo el martes a primera hora. “No me quejo”, le respondí, acordándome de que me iba a tocar pagar una cena si decía lo contrario.

Dormir bien es complicado con unos horarios que van desde las nueve de la mañana hasta la medianoche, y casi siempre de un tirón (son muchas horas, ¿eh?). El martes, por ejemplo, se amontonaron los partidos durante el corazón del día (pasa habitualmente) y como hacemos con frecuencia decidimos ir a por un bocadillo al bar de prensa, que lo tenemos justo al lado de donde estamos trabajando y nos evita perder tiempo de ir a comer al restaurante (por ahora sólo hemos estado un día).

Llegamos, pedimos y pagamos el menú (el mencionado bocata, unas patatas con sal y una lata de refresco). Estaba abriendo la bolsa y los altavoces anunciaron que se había terminado la hora, que hasta luego, que podíamos volver para merendar: “La pareja de dobles formada por Feliciano López y Marc López estará en la sala de prensa número tres en cinco minutos”. Salimos corriendo, claro.

Ni hablar, claro, de ver algo que esté fuera de Roland Garros. En París, hasta ahora, nada de Campos Elíseos. Nada de Louvre (¡qué lugar para los que nos gusta el arte!). Nada de Torre Eiffel, ni siquiera de refilón al venir en taxi desde el aeropuerto. Nada de Notre Dame, el Sagrado Corazón o la Ópera Garnier. Nada del barrio Latino, un lugar maravilloso para caminar por la noche. Tampoco Versalles. Con suerte, cuando la carga de trabajo disminuya en la segunda semana de competición, aparecerán horas libres (esta frase se volverá en mi contra, estoy seguro) para poder disfrutar un poco de la ciudad.

Normalmente, y esto es algo que me enseñaron buenos amigos (y también periodistas) en los primeros años, entre los enviados especiales a un torneo hay de todo, como en la vida misma. Hay de todo y todo es respetable, por supuesto. Los hay que deciden venir sólo para los partidos que les afectan directamente (aquellos con participación de jugadores de su país, cinco horas y listo). Los hay que incluso se toman días de vacaciones para visitar París. Incluso algunos que aprovechan para irse a otras ciudades que están cerca de aquí, a hacer turismo puro y duro. A mí no me sale (y tampoco tengo tiempo, llevo la torpeza a cuestas). Es cierto que no me salió la primera vez que vine (ni se me pasó por la cabeza, solo faltaría) y seis años después tampoco, pero tiene su explicación, más allá de que sea lento escribiendo (muy lento).

Si estar en Roland Garros es un privilegio hay que aprovecharlo, ¿no? Quizás es una tontería, pero me siento mal marchándome de este torneo (también de cualquier otro) sin que hayan terminado todos los partidos. Primero, porque puede pasar cualquier cosa (alguien recuerda cómo el Isner-Mahut de Wimbledon 2011 empezó sin llamar la atención y acabó convertido en el cruce más largo de la historia del tenis) y nuestra obligación es estar aquí para verlo y después escribir sobre ello. Si el factor diferencial es contarlo y que no te lo cuenten, hay que respetar eso. Y segundo, porque me parece una traición que haya tenis en juego y yo esté por ahí haciendo otra cosa, cuando precisamente he venido aquí para eso.

Así que normalmente llego de los primeros y me voy el último (siempre el último, eso no falla). Y no me quejo, que ya he pagado suficientes cenas. Eso sí, París muy bonita.