El día era una balsa de aceite. Tan tranquilo estaba todo, tan relajado, que alguien había sugerido ir a cenar al centro de París y por primera vez desde que estoy aquí no me parecía descabellado. Hoy teníamos que salir pronto, seguro. Incluso yo, que soy un caracol escribiendo, me había imaginado fuera de Roland Garros a las nueve de la noche, y eso como muy tarde. A las cuatro de la tarde todo estaba bajo control, planificados los temas a falta de rematarlos con un par de detalles. Increíble, pero la jornada iba a toda velocidad y sin contratiempos. Que vayan reservando mesa en nuestra terraza favorita de los Campos Elíseos, pensé sin llegar a pedirlo en voz alta. Y menos mal.



A esa hora, justo antes del té para los británicos, Albert Ramos estaba ofreciendo una divertida rueda de prensa después de llegar por primera vez a los octavos de final en un Grand Slam. El catalán era el protagonista indiscutible del día, el hombre destinado a salir mañana en todos los periódicos. Tras ganar a Jack Sock un duro partido a cinco mangas, Ramos tenía premio doble: jugar por una plaza en octavos ante Milos Raonic (el próximo domingo) y la clasificación (momentánea) para los Juegos Olímpicos de Río de Janeiro. Casi nada.



En la sala de prensa número dos del torneo, Ramos analizaba el partido, hablaba de su próximo rival y bromeaba sobre el cumpleaños de su padre, que mañana cumple 60 años. “Tráelos a París”, le dijeron al tenista. “¡Es que somos 40!”, respondió el catalán riendo. Normalidad absoluta e incluso una buena historia para contar con un jugador que habitualmente está apartado de los focos mediáticos, pero con mucho mérito (ya derrotó a Roger Federer el pasado año en el torneo de Shanghái).



La entrevista con Ramos ya había pasado de los 10 minutos y las preguntas se acercaban a su fin. Ya está, pensé. Salir de aquí, transcribir sus palabras, darle forma a las dos historias que tengo planificadas (unos detalles mínimos), enviar y marcharme a cenar sin prisas, que aunque en París cierran pronto (hay lugares donde es imposible sentarse más tarde de las nueve) todavía es temprano. Entonces, y de sopetón, Diego entró la sala con la cara blanca como una pared. Diego es un agradable (y hospitalario) argentino que trabaja para la Federación Internacional de Tenis, el organismo que regula los cuatro torneos del Grand Slam, la Copa Davis y también la Copa Federación. Aquí se encarga de gestionar los turnos de preguntas en las ruedas de prensa, coordinando también la llegada de los jugadores a cada sala.



Ramos estaba respondiendo una pregunta y Diego nos miró con preocupación. “Rueda de prensa de Rafa ya”, dijo moviendo los labios sin levantar la voz. Le devolví la mirada perplejo. “Rueda de prensa de Rafa ya”, repitió. Otra mirada, esta vez cargada de miedo. “Rueda de prensa de Rafa ya”, pronunció por tercera vez en segundos. En esos momentos tardas más de lo normal en procesar la información, pero debo reconocer que hoy he estado bastante rápido. Nadal no jugaba hasta el sábado. Los jugadores solo hablan tras sus partidos. Nadie convoca una rueda de prensa de sopetón. Es cuestión de sumar para saber que algo estaba mal, que a la vuelta de la esquina teníamos una mala noticia seguro.



Marta Mateo, de La Vanguardia, dice que me he levantado sin que Ramos terminase de responder lo que estaba contestando. No lo recuerdo, pero asegura que he dado un salto y he dicho: “¡Rueda de prensa de Nadal ahora!”.



He salido de la sala de prensa número dos, he girado hacia la sala principal y allí estaba la confirmación: más 60 periodistas se agolpaban frente a la puerta, esperando que Andy Murray terminase de hablar y dejase paso a Nadal, que venía justo a continuación. Muchos tenían el móvil en la mano, anunciando por Twitter que el mallorquín había convocado a la prensa de urgencia. Otros preguntaban qué estaba pasando, el por qué de aquella citación. Antes de que Murray terminase, Nadal ha aparecido junto a Benito Pérez-Barbadillo (su jefe de prensa) y Carlos Costa (su agente). El mallorquín llevaba la mano izquierda con un aparatoso vendaje azul. Ya está, blanco y en botella.



He llamado a David Palomo (la persona que me aguanta en la redacción estos días, otro día hablaremos de su necesaria labor para que todo esto salga bien) para decirle que preparase todo, que Nadal iba a anunciar que se retiraba del torneo por la lesión que arrastra en la muñeca izquierda desde hace tiempos. Dicho y hecho: el campeón de 14 grandes se ha sentado conteniendo las lágrimas y ha pronunciado lo que ya intuíamos, dando luego paso al turno de preguntas en inglés y castellano.



Después, claro, se ha desatado la locura. Olvidando lo que teníamos preparado, Nadal ha pasado a ser la principal prioridad. Hemos arreglado el avance con sus palabras y preparado a toda prisa un texto para La Edición de EL ESPAÑOL con otro enfoque distinto, teniendo la suerte de poder hablar con Ángel Ruiz Cotorro, médico del balear.



Y así es como se convierte una tarde calmada en el peor día del torneo hasta ahora, así de rápido pueden cambiar las cosas. Por supuesto, cuando vi a Diego ya me había olvidado de cenar en nuestra terraza de los Campos Elíseos. Así es el periodismo y por eso nos gusta tanto. En el fondo, esta adrenalina es una bendición.