Mi 2016 acabó el 12 de diciembre después de volver de la última gira del año por Tokio, Singapur y Hyderabad. Fue el epílogo a un curso de 21 torneos y casi 10 meses fuera de casa. El día 28 de ese mismo diciembre me estaba montando en otro avión para empezar 2017, sin que 2017 hubiese comenzado oficialmente.
Así, he llegado a Brisbane tras más de 35 horas de viaje y con tres vuelos ya encima (de Madrid a Doha, de Doha a Melbourne y de Melbourne a Brisbane). A diferencia de las últimas temporadas, que había comenzado directamente en el Abierto de Australia, pensamos que venir a Brisbane sería una buena idea porque vuelve Rafael Nadal a la competición después de parar en octubre para recuperar la muñeca izquierda, porque también se estrena Garbiñe Muguruza (qué año tan importante tiene por delante) y porque la ciudad es increíble, como casi todas en Australia, un punto de partida inmejorable.
Aquí la Navidad se celebra en manga corta y en chanclas de playa, cambiando el abrigo por el bañador y la bufanda por el protector solar. Es verano extremo (35 grados a las 10 de la mañana) y nadie piensa en encender una chimenea para cantar villancicos. En cualquier caso, Brisbane es espectacular, otro de esos lugares inolvidables que el periodismo me ha enseñado, uno de los muchos que me guardo para mí en este descubrimiento acelerado del mundo que he emprendido en los últimos años.
Sinceramente, y por no remontarme a cuando fabricaba en casa mi propio diario de papel con folios, si hace siete años alguien me dice que hoy estaría empezando la temporada en Brisbane le habría dicho que todas las bromas tienen un límite. Para mí, llegar a cubrir Roland Garros ya era un sueño lejano, que afortunadamente se cumplió demasiado pronto. Luego vendría el resto de la historia hasta convertirse en la que es mi vida actual: la de un nómada que va de ciudad en ciudad durante todo el año, que se mueve de torneo en torneo y que tiene el privilegio de contar las cosas desde donde pasan, una situación en vías de extinción.
Esta es una vida maravillosa que me ha ayudado a conocer lugares increíbles, a coleccionar un buen puñado de amistades alrededor del mundo y a vivir en primera persona momentos únicos en la historia del deporte, con la responsabilidad de intentar contarlos de la mejor forma posible para no defraudar a nadie. A día de hoy ya sé que no voy a tener forma de devolverle a este trabajo todo lo que me ha dado. Es imposible, necesitaría tres vidas más y ni con eso me alcanzaría.
Pero también es una vida solitaria que me obliga a pasar solo el 80% del tiempo, quizás más. Ojalá fuese distinto, pero ya casi nadie viaja (españoles, claro) y menos aún a Brisbane. Desayunas solo, comes solo y sí, también cenas solo. Pasas mucho tiempo hablando contigo mismo, deseando tener a alguien al lado para contarle algo, aunque sea un chiste malo. Esa situación se repite a lo largo del año, aunque hay agradables excepciones que lo hacen todo más llevadero. Este año en Melbourne no estará mi alma gemela (Marta Mateo, La Vanguardia), pero hemos fichado a última hora a Antonio Arenas, que es uno de los responsables directos de que hoy yo esté aquí.
La vida solitaria, sin embargo, tiene momentos mejores y peores, como el que se acerca. Hay muchas familias donde la Navidad se divide en dos partes: 24 y 25 de diciembre en casa y 31 y Año Nuevo de fiesta. No es mi caso. En mi familia pasamos juntos cada día señalado de la Navidad, hasta que los Reyes Magos ponen fin a la época más mágica del año. Somos así, qué le vamos a hacer. No hace falta explicar lo que voy a echar de menos no estar allí. Tampoco que el recuerdo de mi abuela, que falleció en mitad del torneo de Montecarlo, triplica la dificultad de salvar la papeleta con decencia.
En consecuencia, el 31 de diciembre me voy a comer las uvas (eso no se negocia) a no sé cuántos mil kilómetros de los míos. Me las voy a comer, no vaya a ser que después de veintitantos años haciéndolo se rompa algo por ignorar la tradición. Lo haré solo (a ver qué remedio), y ya veremos dónde. Supongo que luego, y aprovechando las nueve horas de ventaja que tenemos aquí, probaré a colarme en casa de mis abuelos a través de esa ventana llamada Facetime para ver cómo lo hace el resto de mi familia, y de paso desearles un feliz 2017.
Como decía, esta es una vida maravillosa, pero también una de las más solitarias posibles. Ya me avisaron hace tiempo. Intentar hacer buen periodismo de tenis (lo especificaron claramente) es muy sacrificado, pero que nadie se equivoque: de momento, no cambio esto por nada del mundo. Sigo siendo el mismo afortunado del primer día.