Desde que existen las redes sociales, muchas celebridades se han quejado en el odio que reciben a través de ellas, señalando especialmente a los perfiles anónimos, sin foto ni nombre real, que se dedican a lanzar críticas día sí, día también.
Un punto de inflexión, en ese sentido, supuso el suicidio de Verónica Forqué, actriz cuyo paso por MasterChef Celebrity llenó Twitter de comentarios en los que no salía muy bien parada. “Me parece terrible que en este país porque salgamos en la televisión, parece ser que nos obligue a asumir a recibir acoso e insultos. No sé en qué contrato existe la sentencia de que si eres personaje público pueden lincharte públicamente todos los días y gratis”, dijo a raíz de esta muerte Carlota Corredera el pasado mes de diciembre, desde el plató de Sálvame.
La presentadora gallega contó cómo ha tenido que poner filtros para que no se publiquen determinadas palabras, tales como “insultos, vejaciones y humillaciones”. “Está claro que las personas que salimos en la tele y que tenemos perfiles públicos también tenemos que cuidar nuestra salud mental por las barbaridades que hay que leer cada día”, lamentaba.
Es cierto que Twitter y otras redes sociales han conseguido que, cualquiera desde su casa, pueda sentar cátedra y opinar de cualquier tema: música, televisión, política. Pero si nos centramos en la pequeña pantalla, es de justicia recordar que hubo un tiempo que los propios programas del corazón, de los que Sálvame es heredero, propiciaban que la gente desde su casa comentase (y atacase) a cualquier invitado que se sentase en el plató. Comentar, eso sí, no salía gratis como se queja Carlota Corredera: en aquella época, mediados de la década de 2000, para que tu crítica tuviese un impacto similar al de usar un hashtag de Twitter había que pagar 90 céntimos más IVA con un SMS Premium. Si pagabas podías ver tu mensaje impresionado en televisión y sentirte por momento tan popular como ahora cuando a un tuit le caen miles de retuits.
¿Había odio en los programas de corazón? Mucho. Si buceamos en YouTube, podemos encontrar, por ejemplo, un vídeo de ¿Dónde estás corazón? en el que la cantante Yurena (entonces retirada de la música y dedicada a los negocios de la noche) se peleó con Nova Bastante, quien entonces no había hecho su transición. Dejando a un lado la calidad del contenido y de la discusión entre ambas, los mensajes que aparecían impresionados son realmente escalofriante. A Nova le decían cosas como “eres patético” (entonces le conocíamos con identidad masculina, y en ese mismo programa exigía que no se le hablase en femenino), “pareces la copia mala de Tamara”,
“eres una mezcla de Almodóvar y mi vecina la Paca” o “eres una pesadilla hecha realidad”. Yurena no se libraba de los ataques, y le público se gastaba un euro en decirle “pirada” o que es “más falsa que un billete anaranjado” y que los millones de espectadores pendientes de aquel formato de Jaime Cantizano lo leyesen.
Así, como se quejaba Carlota en aquella ocasión, parecía que por salir en televisión uno estaba obligado a recibir acoso e insultos, solo que entonces no era gratis; de hecho, las cadenas ingresaban en cada día sus buenos cientos de euros por los mensajes recibidos, de tarificación especial. Porque aquello no era un favor que se le daba al público para dar su opinión, era un negocio en el que si pagabas tenías tu momento de gloria y nada más.
Crónicas Marcianas, Salsa Rosa, En Antena. Muchísimos fueron los programas que tuvieron durante un buen tiempo este tipo de mensajería premium, que permitía decirle al famoso de turno lo que considerase. Se podía llamar “falsos”, “malos”, “fantasmas”, “mentirosos” o “montajistas” a cualquier famoso que accediese a sentarse en un plató, sin preocuparte de su salud mental. Iba en el salario soportar ese tipo de comentarios. No faltaban los dardos machistas; por ejemplo, un día que Marta López iba muy sexy en la mesa de Crónicas Marcianas había algún gracioso que le preguntaba si se había olvidado la camisa.
Si uno ve vídeos de aquellos años, 2004-7, se encontrará mucho hate, que se dice ahora, con los invitados y algunos colaboradores. Pero había una gran protección hacia los presentadores, el programa y hacia los periodistas más selectos. Esos no veían jamás una crítica sobreimpresionada, se iban de rositas y todo parecía perfecto. Se elegía bien a quién se podía criticar y a quién no.
Todo ese negocio de los mensajes de coste especial desaparecieron a medida que las redes sociales ganaron popularidad. Y durante unos buenos años los espectadores podían tuitear y comentar los programas y ver, gratis, sus mensajes (positivos o blancos) en pantalla, aunque poco a poco esto desapareció. Pero no hay duda: de aquellos polvos vienen los lodos. El hecho de que alguien asuma acoso e insultos por salir en televisión no lo inventaron los tuiteros.
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