En 1930, Sergei Eisenstein (Riga, 1898-Moscú, 1948), el director de más fama de la Unión Soviética, realizó un viaje a México. Lo que iban a ser unas semanas se alargó hasta varios meses. Eisenstein rodó en el país centroamericano 50 kilómetros de película para un proyecto ambicicioso, probablemente el más arriesgado de su carrera, ¡Que viva México!. Esa peripecia fílmico-vital es la que llega esta semana a nuestros cines adulterada por la extravagante visión de otro cineasta, Peter Greenaway, que propone otra de sus odaliscas visuales con Eisenstein en Guanajuato.
La relación de Eisenstein con México venía de lejos. Antes que en el cine, aquel joven estudiante de ingeniería fascinado por las artes había fundado grupos de teatro juveniles y tras alistarse en el ejército rojo en 1918, había estrenado, dos años después y ya con la compañía oficial del proletariado, una primera obra, El Mexicano, inspirada en un relato de Jack London.
Problemas con Paramount
En aquella institución, el genio del cine, teórico y gran montador destacó entre 1925 y 1929, un periodo en que alumbró su obra maestra, El acorazado Potemkin, y otra pieza clave en su obra, Octubre. Sin haber estrenado siquiera esta última, Eisenstein se embarcó en un viaje por Europa. Fue estando fuera cuando el filme llegó a las pantallas retitulado por la censura de Stalin, para la que resultaba demasiado intelectual: los campesinos necesitaban historias más asequibles.
En Europa, Eisenstein se codeó con todos los intelectuales del momento: Joyce, Cocteau, Abel Gance, Marinetti, Einstein, Le Corbusier, Gertrude Stein... En mayo de 1930 llegó a EEUU. Douglas Fairbanks, Joseph von Sternberg, Walt Disney y Charles Chaplin se interesaron por el artista que venía del frío. Pero sus planes de rodar una obra en Norteamérica no cuajaron. Eisenstein había comenzado negociaciones con Paramount, compañía a la que propuso varios proyectos, como La casa de cristal, El oro de Sutter y, sobre todo, Una tragedia americana. Impregnados de crítica social, no encajaban en los planes de Hollywood, y a la vez Eisenstein fue víctima de una campaña anticomunista.
En diciembre, animado por Diego Rivera y James Flaherty, partió hacia México para rodar allí la película que se le resistía. El escritor Upton Sinclair, al que Chaplin había puesto en contacto con Eisenstein, financiaría la aventura más ambiciosa del autor de Octubre. Mary Craig, su esposa, proporcionó 25.000 dólares para un rodaje que debía durar tres o cuatro meses. Le acompañaron su asistente Grigori Alexandrov y el fotógrafo Eduard Tissé. En México conocería a intelectuales y artistas destacados, con Rivera y Frida Kahlo a la cabeza.
Un primer borrador de lo que sería la película fue enviado a Upton Sinclair: “Seis episodios que se suceden, diferentes de carácter; de gente, de colores, de animales y de flores distintos. Y, sin embargo, unidos entre sí por la unidad de la trama: una construcción rítmica y musical y un despliegue del espíritu y el carácter mexicanos”.
Cráneos de azúcar
El bosquejo de esas seis partes o "novelas" reunía todo lo que para Eisenstein era México: “Muerte. Cráneos humanos. Y cráneos de piedra. Los horribles dioses aztecas y las horrorosas deidades de Yucatán. Ruinas enormes. Pirámides. Un mundo que fue y que no existe ya”. Por otro lado, “la gran sabiduría de México sobre la muerte. La unidad de la muerte y la vida”. Eisenstein, como tantos otros forasteros, entonces y hoy, quedó fascinado por el Día de Difuntos. “Los dulces toman la forma de cráneos de azúcar y ataúdes de confitería. Grupos de gente van al cementerio y llevan comida a los muertos. La gente juega y canta sobre las tumbas. La comida de los muertos se la comen los vivos. Cada vez se bebe y se canta más. Hasta que la noche cierra el Día de los Difuntos”.
En sus notas no falta la mirada social. México es también la nación de la Revolución de 1910 que se ha quitado el yugo de los terratenientes, algo que hermana a la nación americana con la Rusia de Eisenstein. “A pesar de sus evidentes diferencias, los dos países tienen en común la presencia predominante de grupos campesinos que probablemente compartían rasgos culturales, y el hecho de haber realizado una revolución de orden social durante los mismos años”, subraya la historiadora mexicana Julia Tuñón en su trabajo Sergei Einsestein en México: recuento de una experiencia.
El cineasta viaja con su mirada al México anterior, el de 1905 y 1906, “un estado de auténtica esclavitud”, que coincide con la Rusia pre-revolucionaria. “Se vive en el siglo XX, pero las costumbres y los trajes son medievales. Jus prima noctis. El derecho del propietario hacia la esposa del que trabaja sus campos. Y el primer conflicto en la tribu masculina. Una mujer”. Son reflexiones de su libro El sentido del cine.
Todo aquello lo encontró en su viaje. Filmó las fiestas de la Virgen de Guadalupe, viajó a Oaxaca, donde registró los efectos de un terremoto -un corrimiento de tierras causado por las lluvias en el filme de Greenaway-, a Tehuantepec, a Yucatán… Todo un viaje de meses a lo largo de 1931. A la actriz Marie Seton, posteriormente su biógrafa, le diría: “En el momento en que vi Tetlapayac, supe que era el sitio que había estado buscando durante toda mi vida”.
Buena parte del peso del filme de Greenaway explora -y de forma muy explícita- su despertar sexual. Fabula con la posibilidad de que el cineasta ruso, virgen y asexuado hasta la fecha, se entregara a un amante mexicano. A su regreso a Rusia, Eisenstein se casó, pero es posible que fuera una tapadera, pues Stalin había prohibido la sodomía y ser descubierto, ser sospechoso siquiera, podía significar acabar en el gulag. En México, según Seton, Eisenstein “desbordaba con el espíritu de la poesía, de la vida y la muerte, del amor de hombres y mujeres”. Aunque Seton niega cualquier posibilidad de consumación y defiende que el cineasta asimilaba sus pulsiones mediante la sublimación. “Otras fuentes históricas aseguran que Eisenstein y Alexandrov eran de hecho amantes”, sostiene un trabajo de Harry M. Benshoff, que defiende que todo el metraje de Eisenstein está plagado de imágenes homoeróticas.
Pasión homosexual
El director de El contrato del dibujante convierte al actor finés Elmer Bäck en una especie de Tom Hulce en Amadeus, un Eisenstein egregio, excesivo, ácrata, una especie de niño grande caprichoso que descubrirá en México la pasión homosexual que se había negado a sí mismo en Rusia. Y con ésta, el amor. Así pinta Greenaway aquel episodio. Pero, ¿qué hubo de cierto en todo aquello? “Parece ser que Eisenstein a menudo se encontraba fuera de lugar, se comportaba mal y no era precisamente muy exigente consigo mismo. Acaso se trataba de la reacción malinterpretada de un extranjero, o de un cineasta famoso tentando a la suerte, o de un hombre acuciado por su falta de éxito en el extranjero”, reflexiona Greenaway en sus notas al filme
En pantalla hay parte de ficción, señala el cineasta, pero también mucho de realidad: la obsesión de Eisenstein por sus zapatos, su manía de robar tenedores, sus frases excéntricas -“soy un diletante científico con intereses enciclopédicos“-, la extraña sexualidad que observó entre sus padres o su facilidad para garabatear dibujos eróticos en cualquier papel.
'Algo del Jardín del Edén queda frente a los ojos cerrados de quienes han visto, alguna vez, las ilimitadas extensiones mexicanas', señala Eisenstein en sus memorias
¿Y su relación con Palomino Cañedo, su guía mexicano? Greenaway no deja claro nada, pero todo parece imaginario. Aunque en una carta a la que se acabaría convirtiendo en su esposa (acaso un matrimonio de conveniencia), Vera Atasheva, Eisenstein escribe: “Acabo de estar locamente enamorado durante diez días en los que tuve todo aquello que deseaba. Esto probablemente tendrá enormes consecuencias psicológicas”.
Eisenstein se encontraba como pez en el agua en México. “Algo del Jardín del Edén queda frente a los ojos cerrados de quienes han visto, alguna vez, las ilimitadas extensiones mexicanas”, dice el cineasta en sus memorias.
Upton Sinclair y su mujer se hartaron de financiar el proyecto del cineasta soviético y Stalin temió que quisiera desertar y le obligó a regresar. Así acabó su aventura mexicana
Pero los hados se aliaron en su contra: por un lado, Upton Sinclair y su esposa se cansaron de financiar un proyecto que parecía no acabar nunca -los cuatro meses se habían convertido en un año-. Por otro, Stalin comenzó a temer que el cineasta, uno de los valores más visibles de la revolución, estuviera pensando en desertar. En 1932, el dictador soviético lo llamó de vuelta a Moscú. Y Stalin era un tipo al que no se le podía dar largas.
El filme de Greenaway recoge con bastante exactitud estas circunstancias, que adorna con alguna que otra escena de cosecha propia, como un Eisenstein prepotente recibiendo desnudo a Sinclair y su esposa. Las relaciones con sus mecenas norteamericanos, es cierto, se habían empantanado: el acuerdo recogía que el montaje, como era costumbre en Hollywood, se haría en Los Ángeles y no necesariamente con Eisenstein involucrado. Para el ruso, cuya teoría central sobre el cine se basaba precisamente en el arte del montaje, esto era inconcebible.
Eisenstein regresó a Rusia sin los kilómetros de celuloide que había rodado, ya enviados a un laboratorio de Los Ángeles, pero con la promesa de que se le harían llegar, algo que nunca ocurrió. ¡Qué viva México! no llegó a ver la luz, aunque otros cineastas se sirvieron de aquellos 50.000 metros de película para sus propios proyectos, como Sol Lesser, en Tormenta sobre México (1933), y Marie Seton, en Time in the Sun (1939), que se basó en el guion de Einsenstein. Filmes que éste jamás vio.
Como buen director, obsesionado por dejar constancia de la realidad, las últimas palabras de Eisenstein, que logró dejar escritas fueron: “En estos momentos estoy sufriendo un ataque cardiaco. Moscú, 10 de febrero de 1948”.