Desirée de Fez
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No vería dos veces La habitación. Pese al tema y a la historia que trata, no es ni efectista ni retorcida. Está contada con mucho tacto, de hecho. Pero es un trago. Sin embargo, está llena de decisiones admirables que la convierten en una de las películas más interesantes, ambiciosas, temerarias y extrañas de la temporada. Porque es más rara de lo que parece. Y tiene algo que, por desgracia, escasea en el cine actual: intención. Es también una película difícil de abordar sin contar de más. En esta crítica hay spoilers (no más que en el trailer). Era eso o moverse en la superficie… y era demasiado tentador entrar.

LA HABITACION - Tráiler

El irlandés Lenny Abrahamson (Frank) adapta el libro homónimo de Emma Donoghue, una novela con un argumento aterrador: una mujer que fue secuestrada de adolescente lleva siete años cautiva en una habitación. Convive en ese cubículo con su hijo de 5 años, que empieza a hacerle demasiadas preguntas. El director toma una decisión osada para explicar la historia de madre (Brie Larson) e hijo (Jacob Tremblay): partir la película en dos. La primera mitad es un filme de género, un puro y magnífico ejercicio de terror de cámara. La segunda, un drama social realista. Es un corte arriesgado por su brusquedad, porque obliga al espectador a aclimatarse a algo completamente distinto. También es arriesgado porque, cuando la película deriva en un drama sobre lo que pasa tras la liberación de las víctimas, sobre las consecuencias de la pesadilla, es fácil preguntarse qué sentido tiene la crónica pormenorizada, aferrándose a los códigos del cine de miedo, de un hecho igual de terrorífico y repugnante resumido en una frase.

Sin embargo, según avanza La habitación, explicada desde el punto de vista del niño y con su voz en off, ese cambio de tono cobra sentido. Es cualquier cosa menos caprichoso. Abrahamson formula la primera mitad de la película como un cuento, de la misma manera que la madre recurre a la imaginación y a mecanismos propios de la ficción para hacer de la habitación un lugar más amable para su hijo y maquillar la cruel realidad. Por eso, cuando el niño sale al exterior, al quebrarse el cuento en el que le han hecho vivir para protegerle (alusión directa a Alicia en el país de las maravillas incluida), cambia el tono de la película. Se vuelve realista. Es una decisión interesantísima que da nuevas capas a la historia y la hace ir más allá del (buen) relato de un suceso que, por desgracia, remite a casos reales.

Director y guionista (la propia Donoghue) hablan con delicadeza, sin caer en tremendismos o excesos emocionales, de las profundas secuelas psicológicas y de la adaptación familiar y social de las víctimas de un hecho así. El único problema es que plantean tantas consecuencias y reacciones (de víctimas directas e indirectas) que a veces el relato se dispersa. Y, con esa ruptura del tono asociada al cambio de escenario del niño, que deja de vivir en un cuento para descubrir el mundo real, enriquecen el relato con otros temas e ideas. Es el caso del alcance y de los resortes de ficción y fantasía, la diferencia entre espacio físico y mental, el poderoso vínculo maternofilial y, sobre todo, lo que nos distingue de los críos: su bendita y admirable capacidad de adaptación.

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