Aunque en un principio se iba a llamar Silencio, Julieta es una de las películas de Pedro Almodóvar con nombre de mujer. Su protagonista es una mujer que, a lo largo de su vida, coincide con otras mujeres tan fuertes como ella. Y dan vida a Julieta dos actrices distintas y aquí inmensas: Adriana Ugarte (la joven Julieta) y Emma Suárez (la Julieta adulta). Todo esto hace que sea muy tentador hablar otra vez de las chicas Almodóvar.
Pero lo cierto es que es la película de Almodóvar a la que menos le pega. La chica Almodóvar es sólo una de las caras de Julieta y de las actrices que la encarnan. Tanto Julieta como las mujeres que la rodean son únicas y caleidoscópicas. Son perfectas desconocidas y, al mismo tiempo, la síntesis perfecta de los personajes femeninos más valiosos de la historia del cine. En un abrumador acto de amor a las películas, Almodóvar consigue que en los personajes femeninos del filme resuenen los mejores melodramas clásicos de mujeres de la historia y los diálogos, los silencios y los gestos de las actrices más grandes. Un amigo crítico dice ver en Julieta a la Barbara Stanwyck de Stella Dallas (1937), yo no puedo dejar de pensar en Imitación a la vida (1959) al recordar el amor de Julieta hacia su hija Antía (Priscilla Delgado/Blanca Parés).
Una de las cosas más fascinantes de la película es el choque entre su fondo agitado, vehemente y chiflado, y la calma de sus formas. La puesta en escena de Julieta es sobria y delicada. La narración, tranquila y sinuosa. Sin embargo, el filme hierve por dentro. Esta vez, el acercamiento de Almodóvar a la historia es más intelectual y sosegado, pero eso no quiere decir que en Julieta el amor, el dolor y las emociones estén atados en corto. Tampoco quiere decir que el cineasta haya sacrificado el maravilloso deje chiflado de sus películas, tan chiflado como el ser humano cuando le quitan o pierde lo que más quiere. De eso va Julieta, de querer y de perder. Y de intentar recuperar lo querido y lo perdido.
En el filme hay un personaje masculino, el amigo de la Julieta adulta (Darío Grandinetti), que parece poca cosa y en realidad tiene mucha importancia. Se llama Lorenzo y observa a la protagonista desde la distancia. No entiende muy bien ni lo que hace ni lo que le pasa, pero sabe perfectamente que lo que hace, por extraño que resulte, no es una tontería y que está llena de dolor. Me gusta ese personaje porque en él está la clave del filme: observa a Julieta, sumida en el dolor de la pérdida, con una mezcla maravillosa de asombro, fascinación, respeto, delicadeza y comprensión.
Esa combinación está en el guión de Almodóvar (inspirado en tres relatos de la escritora Alice Munro), uno de los más bellos que ha escrito nunca. El episodio de la película en el que Adriana Ugarte pasa a ser Emma Suárez es prodigioso. Y está en el rostro de las actrices, sabiamente elegidas y dirigidas por Almodóvar. Es bonita la idea de subrayar con un cambio de rostro la imposibilidad de volver a ser la misma o el mismo tras una experiencia dolorosa.
Empezaba esta crítica diciendo que la chica Almodóvar era sólo una de las caras de Julieta, Emma Suárez, Adriana Ugarte y las otras actrices del filme, entre ellas Inma Cuesta, Rossy de Palma y Michelle Jener. Lo creo de verdad. Esa mujer terrenal, independiente, apasionada, contradictoria, un poco zumbada y sofisticada hasta en bata está en cada una de ellas. Pero no es la única. Y si no es la única no es porque se la coman las otras, sino porque está a la altura de ellas. Es, desde hace tiempo, una de las grandes mujeres que ha dado el cine.