Esther Miguel Trula
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El mundo del cine ha amanecido con un cielo encapotado en la primera jornada de la 69ª edición del Festival de Cannes, un avance de la mezcla de emociones que viviremos en los próximos días. Woody Allen ha abierto el certamen con Café Society y logra entrar dentro de la primera categoría. Y la verdad es que nadie se lo esperaba.

La respuesta corta es que estamos ante el último Allen más estimulante desde Blue Jasmine. Bobby, un joven judío de Nueva York de los años treinta, necesita emociones fuertes y un trabajo, con lo que acaba adentrándose en el mundo de Hollywood gracias a su tío Phil (Steve Carrell), un importante representante de las mejores estrellas de la época. Será allí donde el nervioso Bobby se enamore de la secretaria de su tío (Kristen Stewart de crop top y minifalda, como una moderna de la época). Pero el amor es un péndulo incierto. Bobby, derrotado después de que le partan el corazón, ayudará a construir un club de élite de vuelta a Nueva York, y de ahí, el meltdown emocional. Posiblemente la madurez.

Una escena de la última película de Woody Allen.

Esta comedia dramática (más dramática que cómica) propone una exploración del fracaso inherente a la lucha sentimental y el peso de la familia en dos fracciones bien diferenciadas: un inicio dicharachero lleno de gags desatados y una segunda parte más lúgubre y desesperanzada. Así, a la vez que el frágil y neurótico Jesse Eisenberg (que mimetiza a la versión juvenil del director) va ganando entereza en la vida, los planos se van haciendo menos frenéticos y más reflexivos, las escenas más largas y distanciadas si cabe, con unos primeros planos, especialmente al rostro de la amada, cargados de significado.

Sin riesgos ni innovaciones

El director se ha puesto tierno y la cámara registra en ciertos momentos algo parecido a una sinceridad romántica de lo más agradecida. Es curioso, se sincronizan al tiempo tres anécdotas que enlazan el momento en el que se encuentra la carrera del director neoyorquino y el estadio que vive el festival insignia del mundo del cine.

Allen ha optado por echar la mirada atrás, a la edad dorada del cine, o mejor dicho, a la imagen idealizada que tenemos aquella época. Una regresión a ciertos mitos del séptimo arte de los que Cannes también participa, como demuestra la pared del Palais envuelta con el cartel de El Desprecio, una de las obras cumbres de Godard, de 1963. Y por último, el neoyorquino continúa esa senda de creación sin riesgos ni innovaciones artísticas que sólo se pueden permitir unos pocos y también los que demuestran que, pese a todo, algo de genio les sigue quedando.

Jesse Eisenberg, como el alter ego de Allen.

Hay otros bellísimos méritos en esta película, como el trabajo del veterano director de fotografía Vittorio Storaro que hace que la renuncia al cine analógico (esta es la primera película que el director filma en formato digital) se vea suplido con creces con un acabado formal de lo más radiante, especialmente en las escenas en las que predomina el tono sepia o aquella en la que el juego de iluminación de un apartamento en el que la luz va y viene hace que nos sintamos como en el Hollywood clásico (es decir, en casa). También la extraña pareja protagonista, que clavan sus registros (aunque Stewart no parece la mejor elección de casting para un filme de esa época) y confirman una inapelable química en pantalla que ya les habíamos visto ejercitar en Adventureland.

Pero no todo funciona. A fin de cuentas, Allen sigue siendo el director agotado que se conforma con remezclar sus puntos fuertes (el humor negro y amable, las autorreferencias) en nuevas versiones de un universo finito, y se entrevén demasiado las estructuras de sus guiones tipo, haciendo que el ritmo y los recesos cómicos se sientan del todo previsibles (las bromas con el hampa no hay por dónde cogerlas).

Pero lo bueno vence en esta ocasión, más si está empacado en una propuesta formal tan complaciente y le sumamos el plus que aporta la sabiduría de este cineasta con 50 años de carrera a sus espaldas. La mirada del plano final de Eisenberg, la conciliación del que ha aprendido a aceptar el lado agridulce de la vida, algo con lo que podemos irnos contentos a casa. Pese a todo lo demás.