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En 1993 Steven Spielberg volvió a poner patas arriba el cine como lo conocíamos. Parque Jurásico reventaba las taquillas de todo el mundo y marcaba la pauta de lo que tenían que hacer los estudios para sacar la máxima rentabilidad a sus productos. Grandes presupuestos, efectos especiales, campañas de publicidad avasalladoras y merchandising en cada rincón. La maquinaria de Hollywood se puso manos a la obra y se mercantilizó (todavía más).

Desde el resto del mundo, los directores más personales sacaron sus lanzas y empezaron a defender el cine como un arte y no sólo como un entretenimiento. Era el momento de romper con Hollwyood, con el orden establecido. Volver al origen, a la pureza y olvidarse del artificio. Fue en Dinamarca donde este hartazgo consolidó en algo concretó. Thomas Vinterberg y Lars von Trier crearon los diez mandamientos de lo que llamaron el cine Dogma. Una lista de normas que había que cumplir para alejarse de los cánones académicos que estaban acabando con la libertad en el cine.

Fotograma de Los idiotas, de Lars von Trier.

Rodar en escenarios reales, sin efectos especiales ni ayuda de fotografía artificial, llevar la cámara en mano, nada de trucos narrativos ni saltos temporales, ni siquiera el director aparecía en los créditos, aunque si lo haría la calificación: 'Dogma 95'. Una marca de calidad que indicaba que lo que uno iba a ver seguía unas pautas muy diferentes a lo que la gente estaba acostumbrada. Lo que comenzó como casi un juego provocador se convirtió en algo parecido a una religión, y cineastas de todo el mundo se interesaron en el movimiento, que abrió sus fronteras y empezó a permitir que otros cineastas rodaran Dogma. Para ello había que pasar el examen del comité, que decidía si habías cumplido el decálogo, además de realizar un juramento que lo reafirmara.

Uno de ellos fue Juan Pinzás (Vigo, 1955), que llegó a realizar tres películas que obtuvieron el deseado diploma: Érase otra vez (2000), Días de boda (2002) y El desenlace (2005). Una trilogía que traía a España los mandamientos de los daneses. Para el realizador su entrada en el movimiento fue algo natural, y responde a su propia necesidad como artista. Acababa de estrenar La leyenda de la doncella (1994), una película industrial y ambiciosa, cuando se dio cuenta de que necesitaba regresar a esos sentimientos que tenía cuando hacía cortometrajes en 35 milímetros, a una sensación de libertad que ya no tenía.

Sentí que que una etapa había acabado y quería hacer un cine diferente, en el que pudiera expresarme de una manera más personal y con otros presupuestos económicos y estéticos

“Sentí que una etapa había acabado y quería hacer un cine diferente, en el que pudiera expresarme de una manera más personal y con otros presupuestos económicos y estéticos, no tener ese corsé del cine comercial. Liberarme”, cuenta Juan Pinzás a EL ESPAÑOL. Sin saber lo que preparaba Von Trier, él creó el proyecto Corman, que tenía un planteamiento parecido al cine Dogma, que se presenta en París en 1995. Paseando e intentando vender su propuesta en Cannes empieza a escuchar que todo el mundo habla del decálogo de los daneses y entendió que había un nexo entre ellos. “Si en países tan diferentes como Dinamarca y España había ideas muy parecidas, era por algo”, recuerda Pinzás que rápidamente se puso en contacto con ellos para contarle su idea, desde entonces charlan al respecto, aunque en un principio se negaron en rotundo a abrir el grupo a otras nacionalidades.

Así, en 1998, llegaron Celebración y Los idiotas, de Thomas Vinterberg y Lars Von Trier. Primeras muestras del Dogma 95. Pese a la negativa inicial, Pinzás rodó Érase otra vez como un dogma español en 1999. Entonces recibió la llamada del movimiento para confirmarle que se abría la mano a extranjeros. Empezó su ritual de iniciación, que consistía no sólo en presentar la copia sino en jurar el “voto de castidad”. Siempre ha habido rumores de los trucos que usaban los directores para saltarse las normas, pequeñas tretas que confirma el español entre risas: “Podías confesar tus pecados, y si no era muy grave te daban el diploma igual, yo no dejaba que se moviera ni un mueble”, asegura.

Los corsés de la libertad

Resulta paradójico que para huir de los corsés de Hollywood y el cine comercial se adoptara un decálogo inamovible. Nadie podía salirse del guion, pero no parecía ningún problema, de hecho Juan Pinzás cree que fue “una increíble liberación”. “Esos diez mandamientos se convirtieron en una ventaja, me liberaron. Podía despreocuparme de lo técnico. Era una maravilla”, añade. En su búsqueda de la verdad implicó a los actores de una forma que confiesa “era una provocación”. Quería llevarles al límite, ver algo de ellos que nadie hubiera visto. No todos lo entendían al principio, Pepe Sancho tardó en pillar el punto a un rodaje en el que la cámara era libre, no sabía dónde tenía que mirar y no había zona de confort posible.

Javier Gurruchaga, Juan Pinzás y José Sancho en el rodaje de El desenlace.

“Yo les decía que vivieran su personaje, que habíamos venido a vivir una experiencia. A veces les hacía malas pasadas, por ejemplo en El desenlace les provoqué, era un enfrentamiento entre egos y provoqué tensiones porque los personajes las tenían. El enfrentamiento llegó a la realidad y eso me devoró, porque estaba como un dictador pero todos se dieron cuenta y todos nos queremos muchos porque entendieron que ese esfuerzo sirvió para algo. En una escena Pepe terminó llorando de verdad. Yo me acerqué, le di un beso y le dije: 'gracias'”, cuenta con algo de sentimiento de culpa.

Juan Pinzás vivió todo el proceso vital del Dogma 95. Su nacimiento, su crecimiento y, al fin, su caída. Un final que los implicados veían venir. De repente el Dogma se había convertido en algo opuesto a los ideales a los que nació. Era una forma de vender el cine, una simple marca, así que se optó por cerrar el movimiento.

La huella del Dogma

“El final tenía que llegar de forma forzosa. Llegó un momento en el que se desmadró y llegaron solicitudes de cortometrajes, de documentales y hasta de performances. Todos querían el sello, se había convertido en una marca comercial. No podían controlar la avalancha, se nos fue de las manos”, cuenta Juan Pinzás. En junio de 2002 le llaman por teléfono y le mandan unos emails en e que les comunican el cierre. Antes le dieron el privilegio de poder obtener el diploma para el cierre de su trilogía antes de que se rodara. El desenlace se convirtió en la última que consiguió el certificado oficial del cine Dogma dentro de la “etapa histórica”, aunque posteriormente otros cuatro títulos lo recibieron hasta alcanzar las 35 obras que se hicieron bajo los mandamientos de los dioses Von Trier y Vinterberg.

El final tenía que llegar de forma forzosa. Llegó un momento en el que se desmadró y todos querían el sello, se había convertido en una marca comercial

Entonces, ¿qué queda del Dogma? ¿está muerto? Pinzás tiene claro que no, y que su huella se ve en casi todos los títulos que llegan a las salas, hasta en el cine de acción, en el que de repente se comenzó a ver normal que se usara una cámara en mano para rodar una escena. “Su huella está en todo el cine, se impregna de alguna forma, aunque alguna sea superficial. Marcó un pocos”, analiza mientras recuerda filmes como Birdman, en el que el famoso plano secuencia le recuerda a los principios que sigue defendiendo. Tanto que ya prepara nueva trilogía, comenzará con El vientre de Europa, con nuevo decálogo que bebe directamente de los anteriores. El Dogma ni se crea ni se destruye, sólo se transforma.

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