Desirée de Fez
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No creo, sinceramente, que Call Me by Your Name, una de las sensaciones de la temporada, sea la película más hermosa jamás rodada sobre el descubrimiento del amor y el despertar del deseo. Es una película hermosa –muy hermosa, de hecho– sobre el descubrimiento del amor y el despertar del deseo, eso es incuestionable. Pero, aunque la mirada enamorada de Elio (Timothée Chalamet), el adolescente protagonista, y la desbordante sensualidad del conjunto así lo insinúen, lo nuevo de Luca Guadagnino trasciende la captura agitada y bella de las emociones del primer amor.

Todo eso está ahí, contado con una elegancia, una sensualidad y un ardor que desarman. Call Me by Your Name está ambientada en una lujosa villa del norte de Italia durante el estío de 1983, días en los que Elio, hijo de una pareja de intelectuales, se enamora de Oliver (Armie Hammer), el investigador colega de su padre que pasa el verano con ellos. Tomando como inspiración una novela de André Aciman (su adaptación a guión ha corrido a cargo de James Ivory), el cineasta alterna la palabra y el gesto y la palabra y el silencio para describir las distintas fases (y los distintos grados) del romance entre Elio y Oliver.

Guadagnino adopta, como Aciman, el punto de vista del adolescente, pero no solo recurre a las palabras para expresar sus dudas y esas emociones que no sabe gestionar. El director de Yo soy el amor (2009) y Cegados por el sol (2015) convierte con maestría los dilemas y los interrogantes, también la pulsión, de Elio en imágenes. En imágenes cargadas de misterio, preñadas de fiebre y de una sensualidad desbordante. También llenas de detalles que explican visualmente (y musicalmente) a los personajes: sus lecturas, las canciones que escuchan, la ropa que visten, cómo se mueven por las estancias y los exteriores de la villa, cómo gestionan el paso del tiempo… Todo esto es brutal, y es muy difícil no dejarse llevar por el verano de los personajes. Pero Call Me by Your Name no es una película bucólica.

Call Me by Your Name es muy hermosa en su retrato del primer amor, pero también es una obra llena de sombras, y no todas se expresan con la misma precisión –y aparente naturalidad– que su dimensión más romántica. Como también hiciera en Yo soy el amor, el autor introduce dos factores que condicionan irremisiblemente el romance, que moldean la historia de Elio y Oliver: la clase social y el entorno intelectual. Es en la expresión de esos dos factores, en la representación –y, sobre todo, en la verbalización– del estatus de los personajes y de su nivel cultural (y su necesidad de usarlo como arma de seducción) donde Guadagnino se revela más obvio, donde su filme se vuelve ocasionalmente postizo y se desprende de esa franqueza que desarma.

Un ejemplo claro es, precisamente, una de las escenas más aplaudidas del filme, la del monólogo del padre (Michael Stuhlbarg). Sería ridículo decir que es un mal discurso, básicamente porque como discurso es sublime. Pero, aun acorde (sobre el papel) al personaje que lo declama, hay algo en su extremada perfección, que se aleja demasiado de la esencia de la obra: el espontáneo despertar de lo inesperado. No obstante, es un mal menor, compensado por todo lo demás y eclipsado en especial por dos secuencias sublimes. Una pasa lejos de la villa, con Elio y Oliver liberados de ataduras intelectuales y de clase. Otra es una de las codas finales (ahí sí se equilibran con maestría lo interno y lo emocional, lo externo y lo intelectual) más emocionantes que se recuerdan.

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